Odiaba las palabras muy
largas, de más de cinco sílabas. Le parecían un engendro, una monstruosidad. Otorrinolaringología,
paralelepípedo, agroalimentario, hipoalergénico, acetilsalicílico,
anticonstitucionalidad, esternocleidomastoideo... Le resultaban contrahechas, burocráticas, de mal agüero. Le
recordaban lo que había leído sobre esos vocablos inacabables, despiadados, que acaban con el aliento de cualquiera, utilizados en la administración de los campos de concentración nazis: Zusatzkostenberechnungsschein
(certificado de cálculo de costes complementarios) o Barackenbestandteillager
(almacén de repuestos de barracones), como si se necesitaran muchas sílabas
para mejor ocultar el horror.
Por el contrario amaba
las pequeñas, viejas, desgastadas palabras de su lengua que denominan realidades
simples, humildes, esenciales: pan, paz, sol, luz, fe, miel, flor, sed, fin, bien, alma, azul, casa,
amor, libro, pena, beso, árbol…
También en el léxico
menos puede ser mucho más.
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