En la boca
del aparcamiento subterráneo hay estacionado un coche de policía con las
luces parpadeantes. Pronto, emergiendo de la oscuridad, aparecen tres figuras:
dos policías y un hombre delgado, de rostro demacrado, como si le hubieran
exprimido todo los jugos del cuerpo. No hay violencia ni tensión en la escena.
Se diría que es una liturgia repetida tantas veces que no afecta a ninguno de
los actores. Uno de los policías lleva una buena brazada de cartones alargados,
como de embalaje de un electrodoméstico, y se dirige pausadamente al contenedor
de reciclaje azul. El otro policía charla amigablemente con el sintecho mientras lo conduce afuera agarrándolo del brazo.
Cuando el
coche de policía se marcha, el hombre se sienta en un banco. A sus pies dos
bolsas con confusas pertenencias. Otro desalojo, otro desahucio más. Está
acostumbrado. Afortunadamente, el traslado es liviano y el cartón abunda.
Es un
sintecho, pero no se acostumbra a dormir al aire libre ni aun en verano. Y en
el aparcamiento subterráneo se está fresquito.
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