Dos figuras de negro observan la imagen de un hombre malherido, torturado, que yace expuesto como en una lección de anatomía o preparado para una práctica forense, con el cuerpo plagado de cortes y llagas. Una fría luz de autopsia envuelve la escena y la convierte en un cuadro tenebrista, en imaginería barroca.
¿Qué ven, qué esperan ver? ¿La recreación hiperrealista de un cadáver, el patético icono del Crucificado desclavado, la corporeización de un misterio secular?
Para llegar a esta reproducción se ha partido de la impronta que la sangre de la víctima dejó en la sábana que le sirvió de sudario: confusas manchas que han sobrevivido a tres incendios y a la implacable degradación de los siglos. El salto del estampado a las tres dimensiones se nos antoja descomunal, un portento que tiene algo de monstruoso y de aberrante porque es el camino inverso del viaje que el cadáver realizó al imprimir su silueta en la tela. Desapareció -convertido en polvo, en ceniza, en alimento de otro avatar- dejando tras sí un rastro ensangrentado, y lo han obligado a regresar, a revivir ese inmenso dolor coagulado sobre la sábana que le sirvió de último abrigo con que paliar la frialdad inexorable de la muerte.
Mejor seguir siendo mancha en un tejido que reencarnar en símbolo sufriente.
A veces la piedad puede llegar a ser muy impía.
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