No deberíamos llamar vieja a una cumbre, sobre todo si en su seno duerme un volcán. Es una provocación, un acicate para que demuestre que su vientre aún sigue siendo fértil.
Nada más parecido a la imagen infantil del infierno -grabada a sangre y fuego en nuestro imaginario- que la visión nocturna de la erupción volcánica en toda su furia: esos ríos de lava incandescente que todo lo arrasan, ese avance lento e inexorable del daño sobre la piel verde de la isla. Un castigo eterno imaginado por el más cruel de los dioses para pecados cuyo nombre ignoramos.
¡Cuánta belleza mortífera, qué insufrible contradicción! Cuando lo miramos no sabemos si extasiarnos u horrorizarnos.
La tierra que pisamos es la fría corteza de un ser con el corazón de fuego. Vivimos sobre un inmensa hoguera, sobre el horno de una secreta siderurgia. No deberíamos olvidarlo.
¿Qué pensará la isla? Hija de volcanes, está siendo asolada por otro volcán. Saturno devorando a sus hijos.
Magma, vapores y ceniza. Mucha ceniza, que cubre las flores -negro polen- y las casas -negra nieve-, que busca su último cobijo en el fondo rosado de los pulmones angustiados.
Al fin, después de tanto rojo de fuego, todo negro.
Eruptivo, efusivo, hablamos de él siempre en lenguaje figurado, como si fuera uno de nosotros, con sus cambios de humor, con su carácter. Hasta que el volcán se hartó de ser metáfora y empezó a ser literal.
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