El probo funcionario que bautizó estas calles no se complicó mucho la vida (atrás quedaban sus malogrados sueños juveniles de poeta garcilasista).
En este barrio ornitológico hay representadas muchas especies, la mayoría muy comunes, pero da la impresión de que al nombrador un prurito de delicadeza o viejos prejuicios le hicieron evitar cuidadosamente el nombre de algunas aves. No hay calles dedicadas al buitre, a la gallina, al cuervo o a la urraca.
La caza (la perdiz, la codorniz), la cetrería (el halcón), el canto (el jilguero), la tradición sagrada (la cigüeña), la belleza aristocrática (el cisne), lo humilde cotidiano (el gorrión), la gallardía (el gallo)... insinúan un mundo simbólico muy de época, muy de sindicato vertical. Quizá sin pretenderlo, este aviario dice mucho de su autor, de sus fobias y sus filias.
Pasear por estas calles monotemáticas de casas modestas, envejecidas -algunas recientemente rehabilitadas para su alquiler a universitarios o migrantes- que albergaron a las caravanas de fugitivos del campo, a una generación de gente trabajadora -en su mayor parte borrada ya de los anales de la existencia- y contemplar la ropa tendida -humilde, multicolor, exótica-, las acacias -ese árbol que apenas se planta ya- con sus alcorques atiborrados de rosales y malvas, es una aleccionadora experiencia de regresión a nuestro pasado, a aquellos años en que la escasez alimentaba un luminoso sueño de prosperidad.
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