Hacía
un calor de horno. El cielo de calima ponía un velo turbio sobre el rostro
abrasador del sol. Costaba respirar aquel aire africano. Las hojas del sauce
caían abatidas como pájaros muertos por un soplo de bochorno.
Aún
no era julio. A más de dos mil kilómetros del Sáhara, en lo que algunos se
empeñaban en seguir llamando Norte, la boca, pastosa, le sabía a arena del
desierto. Era el sabor del futuro.
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