La niña, dócil e ilusionada, ha
escogido un peinado con múltiples trencitas y tirabuzones, con abalorios de colores en cada punta, el más fantasioso de
los que aparecen en el tosco catálogo de fotografías descoloridas por el sol.
Las manos negras y hábiles de la mujer no le dan ni un tirón: acarician como
hormigas diligentes. Sentada en el murete del paseo marítimo, mirando hacia la
playa, la niña de ojos azules cae hipnotizada por el roce de aquellos dedos
sabios. Cuando despierta de su fugaz sueño, la obra está terminada.
Para llegar allí, a sentarse en ese
murete del paseo marítimo, la mujer ha tenido que atravesar desiertos a pie, ha
tenido que cruzar el mar en una embarcación tan vulnerable como ella. Ha tenido
que soportar cosas que no quiere recordar.
La madre de la niña de ojos azules
regatea con la mujer y consigue rebajar el precio de diez a siete euros. Cuando
va a pagar, la mujer le hace un gesto. Al otro lado del murete, tendido sobre
la arena, medio oculto, aletargado, un hombre se incorpora con desgana. Alarga
la mano para recibir el dinero. Lleva gafas de sol de espejo. Reflejada en
ellas, la niña de la rubia cabellera se mira y
sonríe feliz pensando en que va a ser la envidia de sus amigas.
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