viernes, 21 de junio de 2019

LA PEINADORA




La niña, dócil e ilusionada, ha escogido un peinado con múltiples trencitas y tirabuzones, con abalorios de colores en cada punta, el más fantasioso de los que aparecen en el tosco catálogo de fotografías descoloridas por el sol. Las manos negras y hábiles de la mujer no le dan ni un tirón: acarician como hormigas diligentes. Sentada en el murete del paseo marítimo, mirando hacia la playa, la niña de ojos azules cae hipnotizada por el roce de aquellos dedos sabios. Cuando despierta de su fugaz sueño, la obra está terminada.

Para llegar allí, a sentarse en ese murete del paseo marítimo, la mujer ha tenido que atravesar desiertos a pie, ha tenido que cruzar el mar en una embarcación tan vulnerable como ella. Ha tenido que soportar cosas que no quiere recordar.

La madre de la niña de ojos azules regatea con la mujer y consigue rebajar el precio de diez a siete euros. Cuando va a pagar, la mujer le hace un gesto. Al otro lado del murete, tendido sobre la arena, medio oculto, aletargado, un hombre se incorpora con desgana. Alarga la mano para recibir el dinero. Lleva gafas de sol de espejo. Reflejada en ellas, la niña de la rubia cabellera  se mira y sonríe feliz pensando en que va a ser la envidia de sus amigas.


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