Su
oficio seguía siendo el mismo: trasladar pasajeros de una orilla a otra. Pero
algo había cambiado: la barca era diferente, más grande, y no siempre de
madera. En ocasiones el viaje se hacía en viejos barcos de metal o en lanchas hinchables. Muchas veces él no pilotaba, sino que ataba el timón en la dirección
exacta a la isla y se quedaba en tierra. Estaba muy mayor y el mar no era de
fiar: prefería los ríos. Pero no podía quejarse, regentaba un negocio floreciente.
Otra cosa había cambiado: sus clientes estaban convencidos de que iban al paraíso en vez de al
infierno. Él no los desengañaba.
Y
tampoco nunca les revelaba su verdadero nombre: Caronte.
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