Un
consejo a mis congéneres: huid de los científicos. Ellos sí que engatusan con
esa imagen de seres pacíficos, sedentarios, que acarician vuestro lomo mientras
leen un libraco sentados en un sillón junto a la chimenea o escuchan música
clásica fumándose una pipa e imaginando la solución de un enrevesado problema. No os fiéis.
Son todos unos egoístas encerrados en su burbuja intelectual. No les importamos
nada. ¿Que exagero?... Escuchad lo que me pasó a mí.
Mi
amo tenía la extraña teoría de que nada es seguro y lo demostraba con largas
fórmulas que pocos lograban descifrar. Digo yo, desde mi ignorancia gatuna, que,
si las cosas son así de problemáticas, ¿cómo
estaba él tan seguro de estar en lo
cierto al decir que nada es seguro? Lo dejo, que se me están enredando los
bigotes.
El
caso es que un día dio un paso más allá y quiso dejar al mundo boquiabierto con
una demostración "empírica", decía él. Y no se le ocurrió otra cosa
que encerrarme en una caja con un extraño artilugio atómico que podría -lo
subrayo, podría- activarse y acabar conmigo según y cómo. Pretendía convencer a algunos de su cuerda de
que yo no estaba ni muerto ni vivo. Dependía. Hasta que no se abriera la
caja...
Solo
Herta, la criada, se atrevió a protestar. Era la única que veía al rey desnudo.
Y, a pesar de que yo no le tenía ningún cariño, pues más de una vez me había
arreado algún escobazo en la cocina, en aquella ocasión se portó.
Cuando,
después de una buena bronca con mi amo, Herta se empeñó en abrir la caja y finalmente
la abrió, yo estaba muerto... de hambre. Pero, más vivo que nunca, escapé por
la ventana en busca de una buena tajada de pescado y no quise volver a saber
nada de incertidumbres cuánticas.
Que
Schrödi me espere sentado. Quizás vuelva a casa. O quizás no. Depende. Según se mire.
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