-¿Cómo
se ha encontrado desde la última visita?
-Bien.
Francamente bien.
-¿Ha
vuelto a reproducirse alguno de los síntomas?
-No.
La verdad es que no.
-Creo,
entonces, que ha llegado el momento de suspender la medicación.
El
paciente acusó el golpe. Volver a vivir sin aquellas capsulitas de liberación
prolongada se le antojaba una tarea superior a sus fuerzas. Sus ojos
implorantes no encontraban destino. El médico trató de ayudarlo: apartó la
vista del ordenador y lo miró abiertamente. Sonreía.
-A
ver, Manuel. La mejoría es evidente, salta a la vista...
La
voz dudó un momento, se desvaneció dejando algo en suspenso. Como si temiera no
poder resistirse a seguir hablando.
-Está
curado -continuó-. Y todo el mérito recae en usted. Quizá no debiera decirle
esto: lo que ha estado tomando es un placebo. Ya sabe, una sustancia inocua,
que no hace nada, ni bueno ni malo.
La
explicación sobraba. Sabía lo que era un placebo, no era tan ignorante. Quizá
habían estado experimentando con él sin saberlo. A una cohorte de sujetos se
les da el principio activo, a la otra algo neutro. Y a ver qué pasa. Pero no
era eso lo que peor le sentaba. Lo que le dolió en lo más profundo era darse
cuenta de que lo habían tratado como a un impostor que se inventa enfermedades.
Su dolor y su incapacidad habían sido reales, demasiado reales. No lo habían
tomado en serio, como si fuera un neurótico que no hace diferencia entre la realidad
y sus propias ficciones negativas.
-No
hay por qué enfadarse. Es algo habitual. Se sorprendería de saber cuántas veces
lo que los pacientes toman no son más
que excipientes, compuestos inactivos. Créame, lo que de verdad nos cura es
nuestra propia mente.
-¡Y
una mierda bien grande! -gritó, exaltado.
El
médico se alarmó, dispuesto a activar en cualquier momento el botón antipánico
de su ordenador si la violencia verbal degeneraba en física. Pero no hubo
necesidad. El paciente se relajó. Su rostro adoptó una expresión beatífica que,
casi imperceptiblemente, como en pequeños tics, derivaba hacia una mueca vacía
en la que la mirada había perdido cualquier emoción. Suficiente para
replantearse el diagnóstico, pensó el doctor.
-
No sé, en todo caso, ahora no tendría mucho sentido seguir con este tratamiento...
El
paciente ya no lo escuchaba, se había levantado con brusquedad, sin despedirse.
Dio un portazo al salir. El médico respiró profundamente. Se rascó nervioso la
coronilla, allí donde los pelos empezaban a ralear. De súbito, la puerta se
abrió de nuevo y el paciente asomó su cabeza.
-Verdad
por verdad, doctor. Lo cierto es que nunca tomé lo que me recetaba. Tiraba las cápsulas
por el váter.
La
uña del dedo índice del doctor aún estuvo un buen rato ensañándose con una pequeña
protuberancia de grasa en ese claro, cada vez más extenso, en lo alto de su
cabeza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario