Creo
que soy el último barbero de la ciudad. Rapadores, peluqueros, estilistas,
teñidores, achicharradores de pelo y cosas así hay muchos. Pero hombres que se dediquen al antiguo y literario oficio de
arreglar barbas ya no quedan. Por eso mi establecimiento se ha convertido en un
reducto adonde acuden los que quieren que su barba, atributo de masculinidad e
hidalguía, sea tratada como se merece.
Heredé de mi padre el oficio y el local,
y nada he cambiado desde entonces. Eso me diferencia. El mismo mobiliario, los
mismos útiles, los mismo carteles publicitarios trasnochados, los mismos
espejos con el alinde deteriorado, los mismos –o parecidos- productos. Mis
clientes me son fieles porque la piel de su cara tiene memoria; algunos han
intentado cambiar, seguir el curso de los tiempos, pasarse a la maquinilla
desechable o a la eléctrica, pero pronto vuelven añorantes o con sarpullidos.
Mis navajas de afeitar se suavizan todos los días, mi jabón es espeso como
merengue, untoso; mi loción, que he de importar de países musulmanes, tiene la
consistencia y el aroma varonil de quienes no tienen que pedir perdón por lo
que son. El masaje mentolado, la preparación a base de abrótano macho para los
de pelo ralo, las cachetadas finales en el mentón y la mejillas antes de
retirar el paño protector… forman un ritual del que no resulta fácil
desprenderse. Y luego está la conversación, el trato exquisito, la distancia
justa. La aristocracia de los pequeños gestos.
En mi barbería es fácil sentirse
un señor y para ello no es preciso que yo me vuelva baboso o estirado. Esa es
una de las mayores dificultades con que me he encontrado en mi negocio:
encontrar empleados que tengan el secreto de la cortesía, de la afabilidad, que
sepan estar cerca sin atosigar y sin permitirse excesivas confianzas. Por eso
trabajo solo desde hace años. Tocarle a alguien la cara con frecuencia no deja
de ser un gesto de estricta intimidad pero hay que saber manejar esta ventaja
con extremo cuidado para no resultar impertinente. Ni siquiera a mi hijo he
sido capaz de trasmitirle esa habilidad: ha acabado dedicándose a vender
productos de cosmética.
Podría
decirse que soy feliz en mi trabajo si no fuera por un pequeño inconveniente.
Mis clientes son cada vez más viejos. No debería quejarme, es ley natural y a
mí me ocurre lo mismo (últimamente he notado algún premonitorio temblor del
pulso), pero se agradecería un poco de renovación, de juventud, de aire fresco.
Mis clientes se vuelven maniáticos, se repiten en sus conversaciones, me
cuentan lo mismo todas las semanas y eso acaba produciéndome fastidio. Por no
hablar de que cada vez resulta más difícil perseguir sus escasos pelillos por los pliegues de sus pellejos arrugados.
De
todos ellos, el que más me incomoda es don Manuel, catedrático jubilado de
filosofía de un instituto de la ciudad. De joven ya era bastante redicho,
pedante y con tendencia a escucharse a sí mismo. Con la edad esta verborrea se
ha agudizado hasta resultar insoportable. Sus monólogos se han vuelto más y más
absurdos, descoyuntados. Se cree el dueño de la verdad y para demostrarlo
entreteje sus razonamientos con citas de autores clásicos. Tiene el remedio
para todos los males que aquejan a la humanidad y no soporta que, entre los
poderosos, nadie le haga caso, nadie recurra a él como supremo consejero.
Yo
apenas tengo estudios, es verdad, pero quien sabe escuchar acaba aprendiendo.
No tolero fácilmente esos aires de seguridad con los que quienes se creen
sabios desprecian a los iletrados, y don Manuel muy frecuentemente acaba con mi
paciencia. Poner nervioso a un barbero es poco recomendable
.
El
penúltimo día que vino por aquí empezó a disertar sobre lo complicados que
están los tiempos, cómo cada vez más la apariencia oculta la realidad, sobre lo
fácil que sería todo si se dejara que los filósofos condujeran el mundo.
-La
República de Platón y la navaja de Ockham: esa es la receta para todos los
problemas, Mauricio –y don Manuel, forzando un poco los ojos para no torcer la
cara mientras le adecentaba y le teñía su bigotillo de falangista intelectual,
me observaba con condescendencia, como diciendo: “¡Tú que vas a entender de
esto, inculto rapabarbas!”. Aquella mirada me ofendió, es cierto; no me la
merecía después de tantos años y no me la esperaba, ni siquiera de él. Además, yo
sé quién es Platón y algo se me alcanza de sus idealismos, de la caverna y esas
cosas. En cuanto al otro, si he de ser sincero, su nombre me sonaba a
futbolista. Pero no dije nada.
Ya
en casa busqué en internet y allí, sin insistir demasiado, encontré algo sobre
la navaja de Ockham y algo entendí. Era una cuestión de orgullo, máxime
tratándose de un objeto que forma parte, yo diría que básica, de mi
instrumental.
Esta
mañana, como todos los lunes, muy temprano, don Manuel ha entrado en la
barbería a hacerse la barba. Estaba yo recorriendo con suma precaución la piel
descolgada en torno a su nuez –esa nuez suelta y errática de los viejos- cuando,
aprovechando uno de sus escasos y obligatorios silencios, le he soltado:
-A
propósito, ya sé lo que es la navaja de Ockham, don Manuel. Lo miré en internet-
No me avergonzaba de mi ignorancia anterior porque me sentía seguro en mi
sabiduría recién adquirida.
-Ah,
¿sí? –y volvió a mirarme con condescendencia, mezclada esta vez con un poco de
asombro- ¿Y qué has sacado en claro?
Demoré
la respuesta. La navaja corría ahora por el cuello en busca de pelos rebeldes,
marginales, bravíos. Esos pelos solitarios, extrañamente negros, ensortijados y
anárquicos de los viejos. La hoja, reluciente y bien afilada, se deslizaba no
muy lejos de la oreja por encima de la piel que cubre la yugular. Casi podía
notar los pulsos de la sangre.
-La
navaja de Ockam es, como si dijéramos, la forma más fácil que existe de acabar
con un problema. De un tajo, como si dijéramos.
Me
recreé en la zona, imprimiendo sutiles vibraciones, un no sé qué de desvarío al
ángulo del corte, a la presión sobre la piel. La nuez subía y bajaba, como un
ratón atrapado en un tubo.
Algo
nuevo debió de sentir don Manuel, algo que no había sentido nunca en tantos
años. Sin duda su piel le envió algún mensaje de alarma porque volvió los ojos
hacia arriba. Su mirada era la de un cordero degollado, la de alguien que ha
alcanzado el simple y supremo conocimiento del último pánico.