martes, 26 de enero de 2016

BARRENDERO




         Era de esa clase de alumnos discretos y eficientes que te hacen sentir importante, necesario en tu oficio. No destacaba, pero cumplía su cometido con meticulosa atención y te miraba como si no hubiera nada superfluo en lo que estabas diciendo. A veces levantaba la mano y te pedía que repitieras algo que no había conseguido anotar en su cuaderno. Cuando terminó el bachillerato lo perdí de vista, como a tantos otros, y supuse que estaría fuera de la ciudad cursando estudios universitarios. No me costaba ningún trabajo imaginármelo superando unas oposiciones a notaría tras varios intentos fallidos que no habían conseguido más que reforzar su determinación. Por eso, la primera vez que creí verlo, con el uniforme verde, agarrado a la parte trasera del camión de recogida de la basura, deseché la posibilidad de que fuera él. Cambian mucho a esas edades y, a medida que pasan los años, es más fácil equivocarse estrepitosamente saludando a un supuesto antiguo alumno. La ruta de aquel camión de la basura incluía mi calle, así que los avistamientos fueron numerosos en los siguientes meses. Un día coincidimos a pie de acera: yo iba a depositar la bolsa de mi basura en el contenedor y él se apeó del camión, justo en ese momento, seguido del compañero negro. Traté de hacerme el despistado, completamente seguro ya de su verdadera identidad,  pero no me dio opción:

         -Profesor, ¿ya no se acuerda de mí? Soy Álvaro Sanz, de 2º A.

    Lo saludé efusivamente, ocultando mi turbación,  incluso le tendí la mano, a pesar de imaginármela sucia de toda la suciedad del mundo bajo los ásperos guantes. Él, quizá adivinando mi repulsión, rehusó discretamente el apretón. Cambiamos cuatro frases rápidas, las mías confusas y vergonzantes, las suyas indiferentes, mientras se esforzaba en situar el contenedor en la posición exacta para que el mecanismo lo volcara. El conductor lo urgía con miradas espinosas desde el retrovisor.

       Cuando cambiaron la concesión de basuras, la nueva empresa prescindió de algunos empleados, recolocó a otros, modernizó el servicio de manera que un solo empleado, el conductor del camión, pudiera hacerlo todo.

       Le perdí la pista a Álvaro, pero no por mucho tiempo. Seguía vistiendo su verde uniforme, pero ahora empujaba un carrito de la basura por las calles céntricas y recogía hojas secas, colillas, bolsas y botellas de plástico. Especialmente penosa me parecía su batalla denodada contra  la incívica dejadez de los dueños de los perros que deponían sus excrementos en las aceras. Y qué decir de los días en que lo columbraba en la distancia provisto de un palo con pincho, arponeando papeles huérfanos, hurgando en los aledaños de los contenedores como un sintecho o un enfermo adicto a la porquería. Aquello parecía una degradación, pero él siempre me saludaba cuando coincidíamos y ello me producía, invariablemente, el mismo inexplicable irracional sentimiento de vergüenza, de profanación, como si estuviera sorprendiendo al pobre muchacho en una falta. Me hubiera gustado mucho preguntarle qué extraños dibujos del destino lo habían confinado en aquel inesperado oficio. Pero podría resultar ofensivo para él, que no mostraba ninguna reserva; parecía satisfecho y no fui capaz de rastrear una pizca de ironía en las frases de agradecimiento que me dirigía de vez en cuando, casi ritualmente, por haber contribuido a su formación, como si en lugar de estar adecentando las calles de los excesos del botellón ajeno o de las inmundicias de perros malcriados estuviera recogiendo un prestigioso premio académico y expresara públicamente  su gratitud a aquel profesor que le había mostrado el camino.

     Pero pasa el tiempo y la mayoría de nuestras preguntas se disuelven solas o alcanzan una respuesta  tan poco llamativa que no nos damos cuenta de ella.

       Álvaro Sanz dejó de ser para mí un antiguo alumno y ahora no es más que un digno empleado municipal de la limpieza que conduce su carro de barrendero, equipado con un GPS para que no pueda escaquearse en el modesto dédalo de las calles de una ciudad pequeña. A veces lo observo desde lejos, emboscado tras otros peatones, con desgastada melancolía, mientras se esmera en dejar las aceras aseadas. Barre afanosamente los desperdicios y recoge las hojas secas, como si cada una fuera importante, un ser único, casi diría que con amor; las empuja con deferente seriedad hacia la pala y las introduce en el cubo, desafiando el sabotaje continuo del cierzo.

     En sus gestos, reconozco aquella delicadeza con que recogía mis palabras en sus primorosos cuadernos de estudiante.


1 comentario:

  1. Querido Andrés ("Andrés Francisco", que así te llamábamos quienes compartíamos aulas universitarias contigo): he leído esta hermosa semblanza del barrendero sobrevenido a quien fueron a parar tus enseñanzas. No fue en tierra baldía, si es verdad que ensarta los papeles del suelo con la unción con que otros levantan la patena. He disfrutado conociendo a Álvaro Sanz, o como quiera que se llame el Álvaro Sanz que está tras "Álvaro Sanz", o los muchos Álvaros que convergen en tu peculiar y entrañable barrendero. No solo porque, a través de tus palabras, puedo conocerlo a él, sino también, y acaso sobre todo, porque a través de su estampa te oigo a ti. Y no son tantas las ocasiones que tengo de oírte. Te prometí, en una suerte de "epístola moral" que conoces, irte a ver a "esas tierras altas / por donde traza el Duero..."; pero también sabes que tengo el ronzal corto y que, enmimismado como estoy, me cuesta asomarme al exterior. En fin: alguna vez será, espero. De momento, quédate con esto: me ha alegrado mucho saber de ti.

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