Era de esa clase de alumnos
discretos y eficientes que te hacen sentir importante, necesario en tu oficio.
No destacaba, pero cumplía su cometido con meticulosa atención y te miraba como
si no hubiera nada superfluo en lo que estabas diciendo. A veces levantaba la
mano y te pedía que repitieras algo que no había conseguido anotar en su
cuaderno. Cuando terminó el bachillerato lo perdí de vista, como a tantos
otros, y supuse que estaría fuera de la ciudad cursando estudios
universitarios. No me costaba ningún trabajo imaginármelo superando unas
oposiciones a notaría tras varios intentos fallidos que no habían conseguido
más que reforzar su determinación. Por eso, la primera vez que creí verlo, con
el uniforme verde, agarrado a la parte trasera del camión de recogida de la
basura, deseché la posibilidad de que fuera él. Cambian mucho a esas edades y,
a medida que pasan los años, es más fácil equivocarse estrepitosamente
saludando a un supuesto antiguo alumno. La ruta de aquel camión de la basura
incluía mi calle, así que los avistamientos fueron numerosos en los siguientes
meses. Un día coincidimos a pie de acera: yo iba a depositar la bolsa de mi
basura en el contenedor y él se apeó del camión, justo en ese momento, seguido
del compañero negro. Traté de hacerme el despistado, completamente seguro ya de
su verdadera identidad, pero no me dio
opción:
-Profesor, ¿ya no se acuerda de
mí? Soy Álvaro Sanz, de 2º A.
Lo saludé efusivamente, ocultando
mi turbación, incluso le tendí la mano,
a pesar de imaginármela sucia de toda la suciedad del mundo bajo los ásperos
guantes. Él, quizá adivinando mi repulsión, rehusó discretamente el apretón.
Cambiamos cuatro frases rápidas, las mías confusas y vergonzantes, las suyas indiferentes,
mientras se esforzaba en situar el contenedor en la posición exacta para que el
mecanismo lo volcara. El conductor lo urgía con miradas espinosas desde el
retrovisor.
Cuando cambiaron la concesión de
basuras, la nueva empresa prescindió de algunos empleados, recolocó a otros,
modernizó el servicio de manera que un solo empleado, el conductor del camión,
pudiera hacerlo todo.
Le perdí la pista a Álvaro, pero
no por mucho tiempo. Seguía vistiendo su verde uniforme, pero ahora empujaba un
carrito de la basura por las calles céntricas y recogía hojas secas, colillas,
bolsas y botellas de plástico.
Especialmente penosa me parecía su batalla denodada contra la incívica dejadez de los dueños de los
perros que deponían sus excrementos en las aceras. Y qué decir de los días en
que lo columbraba en la distancia provisto de un palo con pincho, arponeando
papeles huérfanos, hurgando en los aledaños de los contenedores como un
sintecho o un enfermo adicto a la porquería. Aquello parecía una degradación,
pero él siempre me saludaba cuando coincidíamos y ello me producía,
invariablemente, el mismo inexplicable irracional sentimiento de vergüenza, de
profanación, como si estuviera sorprendiendo al pobre muchacho en una falta. Me
hubiera gustado mucho preguntarle qué extraños dibujos del destino lo habían
confinado en aquel inesperado oficio. Pero podría resultar ofensivo para él,
que no mostraba ninguna reserva; parecía satisfecho y no fui capaz de rastrear
una pizca de ironía en las frases de agradecimiento que me dirigía de vez en
cuando, casi ritualmente, por haber contribuido a su formación, como si en
lugar de estar adecentando las calles de los excesos del botellón ajeno o de
las inmundicias de perros malcriados estuviera recogiendo un prestigioso premio
académico y expresara públicamente su
gratitud a aquel profesor que le había mostrado el camino.
Pero pasa el tiempo y la mayoría
de nuestras preguntas se disuelven solas o alcanzan una respuesta tan poco llamativa que no nos damos cuenta de
ella.
Álvaro Sanz dejó de ser para mí
un antiguo alumno y ahora no es más que un digno empleado municipal de la
limpieza que conduce su carro de barrendero, equipado con un GPS para que no
pueda escaquearse en el modesto dédalo de las calles de una ciudad pequeña. A
veces lo observo desde lejos, emboscado tras otros peatones, con desgastada
melancolía, mientras se esmera en dejar las aceras aseadas. Barre afanosamente
los desperdicios y recoge las hojas secas, como si cada una fuera importante,
un ser único, casi diría que con amor; las empuja con deferente seriedad hacia
la pala y las introduce en el cubo, desafiando el sabotaje continuo del cierzo.
En sus gestos reconozco aquella
delicadeza con que recogía mis palabras en sus primorosos cuadernos de
estudiante.
Querido Andrés ("Andrés Francisco", que así te llamábamos quienes compartíamos aulas universitarias contigo): he leído esta hermosa semblanza del barrendero sobrevenido a quien fueron a parar tus enseñanzas. No fue en tierra baldía, si es verdad que ensarta los papeles del suelo con la unción con que otros levantan la patena. He disfrutado conociendo a Álvaro Sanz, o como quiera que se llame el Álvaro Sanz que está tras "Álvaro Sanz", o los muchos Álvaros que convergen en tu peculiar y entrañable barrendero. No solo porque, a través de tus palabras, puedo conocerlo a él, sino también, y acaso sobre todo, porque a través de su estampa te oigo a ti. Y no son tantas las ocasiones que tengo de oírte. Te prometí, en una suerte de "epístola moral" que conoces, irte a ver a "esas tierras altas / por donde traza el Duero..."; pero también sabes que tengo el ronzal corto y que, enmimismado como estoy, me cuesta asomarme al exterior. En fin: alguna vez será, espero. De momento, quédate con esto: me ha alegrado mucho saber de ti.
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