TRES MILÍMETROS
Después de cincuenta años sin novedad, algo
había empezado a cambiar, casi imperceptiblemente, con lentitud geológica.
-Sabíamos que algún día podía pasar –le había
dicho el médico. Estaba comparando las radiografías de años pasados con las
últimas, al trasluz del cristal iluminado, interpretando las sombras grisáceas
de las placas, calibrando cuidadosamente las distancias. Parecía un explorador
tratando de orientarse en un viejo mapa descolorido.
-¿Está seguro?
El médico había asentido con la cabeza. Era
parco en palabras y las pocas que pronunciaba se cernían en el aire con la
solemnidad de una sentencia irrefutable. Ramón no insistió. No le interesaban
los detalles técnicos, ni esas explicaciones científicas que solo sirven para
disimular la crudeza del futuro inmediato. Aturdido, intentaba digerir aquella
única frase desmenuzándola sílaba a sílaba para que no cayera de golpe sobre
sus espaldas abatidas.
-Y ahora, ¿qué?
La pregunta brotó sola, por inercia, exigida
por las circunstancias, ajena a su voluntad. No es que le angustiara la posible
respuesta pero estaba seguro de que, una vez formulada, ya no habría marcha
atrás y su vida, que llevaba unos años plácidamente detenida, empezaría a ir
más deprisa: algo que un viejo no puede permitirse.
El médico se tomó su tiempo para contestar,
como si, comprendiendo la zozobra de Ramón, le regalara unos pocos larguísimos
segundos de tregua. Pero al fin, apartando la vista de los cuadros luminosos,
encendió todas las luces de la consulta, se sentó a su mesa, se aclaró la
garganta y, con una media sonrisa que pretendía suavizar el mensaje, anunció:
-Habrá que operar. De lo contrario, los daños
en el corazón serían irreversibles.
Y ahí sí, el médico se explayó, súbitamente
poseído por un ataque de cordialidad, se remitió con añoranza al largo pasado común de revisiones
–“hemos envejecido juntos, Ramón, aunque usted es mayor que yo”-, se permitió
incluso encomiar humorísticamente lo insólito del caso, lo tranquilizó con
referencias a la extremada precisión de la moderna práctica quirúrgica –“nada
que ver con la carnicería a ciegas de aquellos tiempos”-, y, en definitiva, le
dio garantías de que estaría en las mejores manos –“el equipo de cirujanos que
se hará cargo de usted es puntero a nivel internacional”-.
Pero el cerebro de Ramón fue incapaz de
procesar ni una sola palabra de aquella larga y compasiva alocución. Su mutismo
enfurruñado, su desabrida actitud presagiaban una de aquellas temporadas de anulación, “tiempo muerto”, las
llamaba él, en las que los días parecían
encallar, uno tras otro, en un inacabable fondo arenoso.
-¡Qué
hija de puta!- murmuraba en silencio Ramón mientras bajaba las escaleras de la
clínica. Y repitió aquella maldición muchas veces los días siguientes, tantas
que llegó a preocuparse de su salud mental. Todos sus pensamientos, que
deberían haber sido elevados y trascendentes, nobles y generosos, para
responder a la imagen que tenía de sí mismo, acababan devorados por esa pobre
expresión de su rabia. Y lo peor era que cuando, alarmado por la obstinada
reverberación de aquellas palabras, intentaba sustituirlas por otras, el resultado era desazonador:
plegarias y quejas pensadas con babosa retórica adolescente, con el inútil
despecho de quien acaba de descubrir la
infidelidad de una mujer a la que no puede dejar de perdonar.
Ramón no tenía miedo, no al menos esa clase
de miedo que emana de un peligro reconocible. Era, más bien, una bullente
inquietud desperdigada por todo su cuerpo, un hormigueo exacerbado aferrado a
sus nervios, la réplica pavorosa de una conmoción antigua que ahora procuraba,
en vano, encontrar suelo firme donde asentarse. Gastaba mucha energía diciéndose
a sí mismo que no era para tanto, que en otras mucho peores se había visto, que
tenía que estar feliz porque iba a librarse de una pesada carga. Pero los
resultados de su ardua tarea de sugestión eran escasos, frágiles, caducos.
Nunca había querido que Rosalía fuera con él
a las revisiones. Las primeras veces, cuando aún llevaban poco tiempo juntos y
ella insistía en acompañarlo, declinaba amablemente su ofrecimiento:
-No tiene importancia. Es cosa de rutina.
Siempre he ido solo y si ahora vinieras conmigo sería como doblegarme, admitir
mi debilidad y reconocer que tengo algo grave. Y eso me traería mala suerte.
Con el tiempo, ella dejó de preocuparse y a
veces hasta se le olvidaba preguntarle, a la vuelta, cómo habían ido las
cosas. Prefería pensar que Ramón era uno
de esos hipocondriacos convencidos de que la enfermedad desaparece si no se
habla de ella, si uno es capaz de vivir como si no existiera.
Los días que mediaron entre el diagnóstico y
la operación, Ramón buscó con ahínco la soledad de los hombres marcados, de los
que saben con certeza que nadie podrá acompañarlos allá donde deben ir. La
soledad del soldado a punto de entrar en batalla, la soledad del novicio que va
a profesar en una orden rigurosa. Buscaba
tanto la soledad, con una fiereza animal tan obstinada, que Rosalía, a pesar de
haber transitado hábilmente por sus abruptos cambios de humor durante más de
treinta años, no sabía por dónde atacar aquel muro que los separaba como si no
se hubieran conocido nunca y nunca más sus miradas fueran a enlazarse en el
aire. Todas sus tentativas de aproximación fueron despachadas de malas maneras.
Cuanto más se esforzaba por cumplir sus
obligaciones de compañera abnegada, mayor iba siendo el desapego.
Ni siquiera cuando Rosalía le tomó la mano,
en la camilla, camino del quirófano, fue capaz Ramón de abandonarse, de romper
a hablar o a llorar, de decirle una amable frase de despedida y agradecimiento.
Lo deseaba con toda su alma, lo intentó con todas sus fuerzas, le dolía su
impotencia. Estaba siendo cruel con ella, pero no podía evitarlo: su garganta
estaba secuestrada por un rencor absurdo. Sólo consiguió articular una frase
ronca e imperativa que aumentó la irritación contra sí mismo:
-No la tiréis.
Y ahora estaba allí, sobre la mesilla de una
habitación de hospital, en el estuche con forro de terciopelo rojo,
reemplazando la sortija que él le había regalado para celebrar sus bodas de
plata. No brillaba, era oscura y parecía contagiada por la textura gelatinosa
de los tejidos de la carne de un viejo. La veía entre sueños gaseosos, como a
un animalillo inerte, recién nacido, en los breves intervalos de lucidez que la
niebla de la anestesia le concedía. La operación había sido un éxito y la reanimación paulatina, el
regreso a la conciencia, le estaba resultando más fácil de lo imaginado: un
vaivén placentero entre el ser y el no ser, la recíproca añoranza que la vida y
la muerte, la vigilia y el sueño sienten al ser derrocados por el adversario.
No le hubiera importado quedarse atrapado en esa dulce lucha de contrarios que
parecían dispuestos a ofrecerle lo mejor de sus delicias para seducirlo
Rosalía apenas se apartaba de su lado,
silenciosa, vigilante, tirando de él sin violencia para traerlo de vuelta.
Había adornado la mesilla con un búcaro de cristal de cuya boca sobresalían
tres narcisos y era muy cuidadosa con los ruidos, con el ajetreo desconsiderado
de las enfermeras más veteranas, con los bruscos cambios de luz de los primeros
días de primavera, bulliciosos más allá de la ventana.
En los escasos ratos en que se quedaba a
solas, cuando ya había retomado por completo –un poco a regañadientes- el
control de su cuerpo, Ramón giraba la cabeza despacio para mirarla, alargaba la
mano como si fuera a tocarla y luego la retiraba, asustadizo. Hablaba con ella,
musitaba frases recién rescatadas de un delirio lúcido y tenebroso, envueltas
en las imágenes deshilachadas que su memoria le suministraba.
-Es como si te hubieran quitado una muela –le
había dicho Rosalía cuando él se quejaba de que notaba un hueco, un vacío.
Pero no era lo mismo, de ninguna manera. Ella
no podría comprenderlo nunca, por más que lo quisiera, por más que se
esforzara. Durante cincuenta años, aquel pedazo de metal había anidado en su
pecho como un ave de presa tras perforar su piel y sus tejidos, deteniéndose
milagrosamente –no le gustaba nada esta palabra pero no encontraba otra mejor-
a tres milímetros del corazón, tan cercana, tan amenazadora que ningún cirujano
se atrevió entonces a extraérsela porque el riesgo de la intervención era
demasiado alto. Quieta, como dormida, había gobernado tiránicamente su
existencia, desde su trono vegetal de venas y arterias.
No, no le gustaba creer que aquello hubiera
sido un milagro facilitado por la casualidad: el vaso de aluminio que tenía en
ese momento en la mano y con el que se disponía a beber agua en la fuente de un
pueblo destrozado por las bombas había amortiguado el impacto. Ni milagro, ni
casualidad. Aquella invasora era su verdadero destino. Muchas veces, a lo largo
de los años, llegó a creer que la bala la llevaba en el cerebro, en el lugar
exacto donde nacen los pensamientos que percuten en nuestros silencios. La bala
era su pensamiento más duro, el que nunca se desvanecía, el que nunca le
fallaba.
¿Por qué tenía que haberse empezado a mover
ahora, cuando ya veía el fin cerca? Muchos compañeros que ya no estaban en el
mundo quisieron ser enterrados de uniforme, engalanados con sus condecoraciones
de viejos combatientes.
-No quiero uniforme, ni cruces, ni medallas
–le había comentado a Rosalía una tarde,
que ahora se le antojaba muy lejana, en que logró vencer su natural repugnancia
a hablar de sus últimas voluntades-. La
única condecoración que estimo la llevo aquí dentro, hundida en mi carne.
No le fue fácil ser joven así, con tantas
preocupaciones de inválido. Temía los giros bruscos, los sobresaltos, los
abrazos apasionados, cualquier mínima sacudida que provocara el avance del
proyectil. Pero se acostumbró. Se acostumbró a
andar como pisando púas, a acompasar sus movimientos para no
despertarla, a vivir de puntillas.
Aquella amenaza metálica apuntándole directamente al corazón le hizo
desarrollar una delicadeza especial que las mujeres apreciaban mucho. Se sentía
un elegido: la vida y la muerte se habían enamorado al mismo tiempo de él y era
capaz de disfrutar de cada soplo de aire en sus pulmones como de un regalo
repetido, inagotable, siempre distinto. Cuando se miraba en algún espejo de
cuerpo entero creía descubrir un halo indefinible, legendario, envolviéndolo.
Alguna vez, ingrato, llegó a olvidarse de
aquella presencia oculta; pero entonces el pitido del detector de metales en un aeropuerto, o una
punzada íntima de frío en el pecho un día de invierno, o un roce sutilmente
doloroso en las telas del corazón cuando el pecho se le ensanchaba de amor por
Rosalía, le devolvían a la memoria la imagen ahusada –una mancha oscura en las
radiografías, con el perfil de un supositorio- de la intrusa que estaba
empezando a ser carne de su carne.
La convalecencia fue breve. Las heridas
cicatrizaban, los cortes se suturaban con fuerza, todo su pecho se cerró sobre
el pequeño vacío con avidez, como un puño indignado, como una flor carnívora.
Pero Ramón sentía que la herida se había cerrado en falso y se dispuso a
elaborar su duelo. Apenas salía al campo, sordo a los gañidos zalameros de la perra,
que no se acostumbraba a esos paseos sobrios, higiénicos, obligatorios que le
ofrecía Rosalía. Con frecuencia las cuatro paredes de la habitación perdían
consistencia, se diluían y el territorio equívoco de los recuerdos se abría
ante sus ojos.
Había frotado la bala con algodón mágico
hasta sacarle brillo. Consultaba en viejos manuales militares y en los últimos
estudios sobre el armamento usado en la guerra. Con frecuencia subía al desván,
abría la arqueta de madera y hundía sus manos en un abigarrado caos de
reliquias: ropa militar, cartas, fotografías, recortes de periódicos que
ensalzaban su heroísmo, medallas y otros objetos privilegiados que habían sobrevivido a las periódicas sacas
anuales destinadas a librarse de trastos inservibles, de recuerdos que iban
convirtiéndose en desechos insignificantes y molestos.
Una mañana, después de muchos días de inútil
negación, hubo de rendirse a una evidencia desoladora que no era sino la temida
confirmación de una sospecha que había tratado de acallar durante todos
aquellos años: aquella bala era idéntica a las que él guardaba en el cargador
de su vieja pistola reglamentaria. No cabía ninguna duda que el disparo había
procedido del arma de un compañero.
La versión oficial hablaba de una herida
producida en combate. Él siempre había sabido que existía una parte de
exageración en la manera como fueron relatados los hechos de aquella lejana
mañana, con la guerra ya a punto de acabar, en un pueblo abandonado, sin ningún
interés estratégico, rodeado por una confusa tropa de soldados extenuados,
entre los que era difícil distinguir a los de un bando y los de otro, desnudos
de banderas que ya no cobijaban, igualados por el polvo, el hambre, el brusco
desinterés por la propia dignidad. Deambulaban entre los escombros de una
guerra con el odio agotado, con la conciencia de que la derrota no distinguía
tampoco los uniformes. “Una bala perdida, una bala sin maldad, una bala sin
gloria, fatigada, absurda; una bala sin verdadero odio ha estado a punto de
matarme”, había pensado al caer herido, un segundo antes de perder la
consciencia, mientras el agua que estaba a punto de beber se confundía en un reguero con los primeros hilillos de su
sangre vertida.
El descubrimiento de la mezquina verdad le
obligaba a negar todo su pasado, a salpicarlo de manchas horribles, a
prescindir de un heroísmo postizo, otorgado por los demás, que él había,
finalmente, aceptado como auténtico. “La bala nunca debió entrar en mi pecho.
La bala nunca debió salir de mi pecho”. Apresado en el vuelo oscilante de esas
dos frases paralelas, cortantes como guadañas hambrientas, trataba de encontrar
respuesta a preguntas que no quería hacerse. Era demasiado tarde para
inventarse una vida auténtica.
Por la claraboya del desván la luz empezaba a
declinar.
-Cariño, tienes que bajar a tomar tu
medicina. Se te va a enfriar el té.
Ramón oyó aquellas palabras desde una lejanía
difícil de explicar. Estaba entretenido, como un niño que juega con sus
soldados de plomo, cargando la pistola con aquella bala, tan brillante que
parecía de mentira.
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