viernes, 29 de enero de 2016

CRONÓFAGO



             El Corpus Clock de Cambridge, también conocido como el Cronófago, inaugurado el 19 de septiembre de 2008, es uno de los relojes más sobrecogedores que conozco. No tiene números ni manecillas, su funcionamiento es completamente mecánico, sin tecnología electrónica, y un insecto similar a un saltamontes posado en la parte superior (apenas perceptible en la foto por el reflejo) va devorando los segundos dentados del disco que gira, mientras con una pata empuja la rueda y con otra la deja escapar. De tanto en tanto, mastica, parpadea satisfecho con un ojo aterrador como el el del viejo de Poe en "El corazón delator" y se puede escuchar el borborigmo de las tripas del tiempo en sus engranajes. Parece ser que, en la más rancia tradición del terror gótico, las horas suenan con el rechinar de una cadena en un pequeño ataúd de madera detrás de la maquinaria. Esto último no podría acreditarlo.

               La foto está tomada este verano.




                                                                                      EL MONSTRUO Y LOS NIÑOS

                                                                                     ¿Quién mira a quién?




Más información para curiosos:

https://www.youtube.com/watch?v=pHO1JTNPPOU

https://es.wikipedia.org/wiki/Reloj_Corpus

http://news.bbc.co.uk/hi/spanish/science/newsid_7626000/7626540.stm

martes, 26 de enero de 2016

BARRENDERO




         Era de esa clase de alumnos discretos y eficientes que te hacen sentir importante, necesario en tu oficio. No destacaba, pero cumplía su cometido con meticulosa atención y te miraba como si no hubiera nada superfluo en lo que estabas diciendo. A veces levantaba la mano y te pedía que repitieras algo que no había conseguido anotar en su cuaderno. Cuando terminó el bachillerato lo perdí de vista, como a tantos otros, y supuse que estaría fuera de la ciudad cursando estudios universitarios. No me costaba ningún trabajo imaginármelo superando unas oposiciones a notaría tras varios intentos fallidos que no habían conseguido más que reforzar su determinación. Por eso, la primera vez que creí verlo, con el uniforme verde, agarrado a la parte trasera del camión de recogida de la basura, deseché la posibilidad de que fuera él. Cambian mucho a esas edades y, a medida que pasan los años, es más fácil equivocarse estrepitosamente saludando a un supuesto antiguo alumno. La ruta de aquel camión de la basura incluía mi calle, así que los avistamientos fueron numerosos en los siguientes meses. Un día coincidimos a pie de acera: yo iba a depositar la bolsa de mi basura en el contenedor y él se apeó del camión, justo en ese momento, seguido del compañero negro. Traté de hacerme el despistado, completamente seguro ya de su verdadera identidad,  pero no me dio opción:

         -Profesor, ¿ya no se acuerda de mí? Soy Álvaro Sanz, de 2º A.

    Lo saludé efusivamente, ocultando mi turbación,  incluso le tendí la mano, a pesar de imaginármela sucia de toda la suciedad del mundo bajo los ásperos guantes. Él, quizá adivinando mi repulsión, rehusó discretamente el apretón. Cambiamos cuatro frases rápidas, las mías confusas y vergonzantes, las suyas indiferentes, mientras se esforzaba en situar el contenedor en la posición exacta para que el mecanismo lo volcara. El conductor lo urgía con miradas espinosas desde el retrovisor.

       Cuando cambiaron la concesión de basuras, la nueva empresa prescindió de algunos empleados, recolocó a otros, modernizó el servicio de manera que un solo empleado, el conductor del camión, pudiera hacerlo todo.

       Le perdí la pista a Álvaro, pero no por mucho tiempo. Seguía vistiendo su verde uniforme, pero ahora empujaba un carrito de la basura por las calles céntricas y recogía hojas secas, colillas, bolsas y botellas de plástico. Especialmente penosa me parecía su batalla denodada contra  la incívica dejadez de los dueños de los perros que deponían sus excrementos en las aceras. Y qué decir de los días en que lo columbraba en la distancia provisto de un palo con pincho, arponeando papeles huérfanos, hurgando en los aledaños de los contenedores como un sintecho o un enfermo adicto a la porquería. Aquello parecía una degradación, pero él siempre me saludaba cuando coincidíamos y ello me producía, invariablemente, el mismo inexplicable irracional sentimiento de vergüenza, de profanación, como si estuviera sorprendiendo al pobre muchacho en una falta. Me hubiera gustado mucho preguntarle qué extraños dibujos del destino lo habían confinado en aquel inesperado oficio. Pero podría resultar ofensivo para él, que no mostraba ninguna reserva; parecía satisfecho y no fui capaz de rastrear una pizca de ironía en las frases de agradecimiento que me dirigía de vez en cuando, casi ritualmente, por haber contribuido a su formación, como si en lugar de estar adecentando las calles de los excesos del botellón ajeno o de las inmundicias de perros malcriados estuviera recogiendo un prestigioso premio académico y expresara públicamente  su gratitud a aquel profesor que le había mostrado el camino.

     Pero pasa el tiempo y la mayoría de nuestras preguntas se disuelven solas o alcanzan una respuesta  tan poco llamativa que no nos damos cuenta de ella.

       Álvaro Sanz dejó de ser para mí un antiguo alumno y ahora no es más que un digno empleado municipal de la limpieza que conduce su carro de barrendero, equipado con un GPS para que no pueda escaquearse en el modesto dédalo de las calles de una ciudad pequeña. A veces lo observo desde lejos, emboscado tras otros peatones, con desgastada melancolía, mientras se esmera en dejar las aceras aseadas. Barre afanosamente los desperdicios y recoge las hojas secas, como si cada una fuera importante, un ser único, casi diría que con amor; las empuja con deferente seriedad hacia la pala y las introduce en el cubo, desafiando el sabotaje continuo del cierzo.

     En sus gestos reconozco aquella delicadeza con que recogía mis palabras en sus primorosos cuadernos de estudiante.


martes, 19 de enero de 2016

LAGUNA NEGRA


Como todos los años he subido a la nieve y he regresado colmado de belleza, de soledad, de asombro.
Unas cuantas fotos y algunas -pocas e innecesarias- palabras:





                                                    Siempre aguardo la nieve con los ojos
                                                    enormes de la infancia.






                                                                   No hallé palabras
                                                                   por el sendero blanco.
                                                                   Primera nieve.





                                                              Laguna ¿Negra?




         
                                                                  Belleza sin/para nadie





                                                                 Flores del frío

viernes, 15 de enero de 2016

DEL AMOR Y OTRAS SOLEDADES II

         
                       Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
                       cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío...   (L. Cernuda)





                   ¿Dónde están las llaves, matarile, rile, rile...?    (Canción infantil)




                   Libre te quiero... (A. García Calvo)

jueves, 14 de enero de 2016

DEL AMOR Y OTRAS SOLEDADES I







                                                       ¡Qué poco dura el amor!




martes, 12 de enero de 2016

FUENTETOBA



Unas imágenes de la cascada de Fuentetoba esta mañana. Y un poema, publicado en "No haya edén, amapola"  (1998) e inspirado en ese lugar tan bello como decadente. No lo toquéis ya más. 




SUENA OSCURA EL AGUA EN SU DERRUMBE
hacia el abismo vegetal,
por vuelo o por pereza
entregada al vacío indescifrable
que no pudo retenerla.

Alguien imaginó un jardín en este sitio.
Trazó pasarelas sobre el río
creyendo así amansarlo;
construyó galerías junto al cauce;
y plantó las higueras, los chopos, los castaños,
dispuso el ornamento, codificó el impulso
violento de la hiedra.
No resulta difícil
imaginar las tardes del estío
a la sombra eclesial de los nogales,
con risas descorchadas, hormigas sediciosas
y rastros de carmín entre la grama.
Gladiadores del agua, los cuerpos chapotean
felices en la alberca
permitiendo a las horas
huir musicalmente entre los setos,
acogiendo a la noche con brazos de árbol o de amante.
Alguien pudo creer que los veranos
siempre se extinguirían tan dulcemente
a medida que el agua enmudecía,
exhaustos sus hondos manaderos.
El otoño esperaba, ungido por las lluvias,
más allá de la sierra y también el invierno,
la nieve, las celliscas,
los mil nombres del agua,
la primavera de labios tan febriles,
la estepa, los majuelos
que florecen con calma de jardín.
Y otra vez el verano, siempre el mismo,
y los días livianos como el aire inflamado del rastrojo
-antes tan tenue entre el centeno-
y el agua en estiaje, las lunas sofocadas,
las noches como una granada sin abrir...
Hasta que no fue tarde, ya invencible,
nadie se percató de su presencia. Y, sin embargo,
estaba allí desde el principio:
en la tímida herrumbre de las risas,
en el temblor sutil del culantrillo,
en el hierro cansado de la verja,
en los anillos concéntricos del álamo,
en el musgo humedecido de elegía.
Alguien sembró la ruina con manos inconscientes.
Alguien imaginó un jardín
eterno en este sitio que ahora contemplamos
con la mirada sepia
de los daguerrotipos,
mientras sucias ovejas
se rascan en la aulaga
y simulan olvido al asomarse al aire.
Belleza desistida, lo pútrido del tiempo,
oxidado cartel -Prohibido el paso-
y perros cimarrones abrevando en la alberca.
Pero, a pesar de todo, no fue labor estéril.
El agua se derrumba oscura en sus recuerdos,
deriva hacia el abismo -como entonces-,
cada vez más hermosa y abstraída,
triunfal como el azar en épocas de peste.



















sábado, 9 de enero de 2016

BONSAI

BONSAI

Creció y creció hasta hacerse pequeño.

jueves, 7 de enero de 2016

TRES MILÍMETROS

TRES MILÍMETROS


   Después de cincuenta años sin novedad, algo había empezado a cambiar, casi imperceptiblemente, con lentitud geológica.

   -Sabíamos que algún día podía pasar –le había dicho el médico. Estaba comparando las radiografías de años pasados con las últimas, al trasluz del cristal iluminado, interpretando las sombras grisáceas de las placas, calibrando cuidadosamente las distancias. Parecía un explorador tratando de orientarse en un viejo mapa descolorido.

   -¿Está seguro?

   El médico había asentido con la cabeza. Era parco en palabras y las pocas que pronunciaba se cernían en el aire con la solemnidad de una sentencia irrefutable. Ramón no insistió. No le interesaban los detalles técnicos, ni esas explicaciones científicas que solo sirven para disimular la crudeza del futuro inmediato. Aturdido, intentaba digerir aquella única frase desmenuzándola sílaba a sílaba para que no cayera de golpe sobre sus espaldas abatidas.

   -Y ahora, ¿qué?

   La pregunta brotó sola, por inercia, exigida por las circunstancias, ajena a su voluntad. No es que le angustiara la posible respuesta pero estaba seguro de que, una vez formulada, ya no habría marcha atrás y su vida, que llevaba unos años plácidamente detenida, empezaría a ir más deprisa: algo que un viejo no puede permitirse.

   El médico se tomó su tiempo para contestar, como si, comprendiendo la zozobra de Ramón, le regalara unos pocos larguísimos segundos de tregua. Pero al fin, apartando la vista de los cuadros luminosos, encendió todas las luces de la consulta, se sentó a su mesa, se aclaró la garganta y, con una media sonrisa que pretendía suavizar el mensaje, anunció:

   -Habrá que operar. De lo contrario, los daños en el corazón serían irreversibles.

   Y ahí sí, el médico se explayó, súbitamente poseído por un ataque de cordialidad, se remitió con  añoranza al largo pasado común de revisiones –“hemos envejecido juntos, Ramón, aunque usted es mayor que yo”-, se permitió incluso encomiar humorísticamente lo insólito del caso, lo tranquilizó con referencias a la extremada precisión de la moderna práctica quirúrgica –“nada que ver con la carnicería a ciegas de aquellos tiempos”-, y, en definitiva, le dio garantías de que estaría en las mejores manos –“el equipo de cirujanos que se hará cargo de usted es puntero a nivel internacional”-.

   Pero el cerebro de Ramón fue incapaz de procesar ni una sola palabra de aquella larga y compasiva alocución. Su mutismo enfurruñado, su desabrida actitud presagiaban una de aquellas  temporadas de anulación, “tiempo muerto”, las llamaba él,  en las que los días parecían encallar, uno tras otro, en un inacabable fondo arenoso.

    -¡Qué hija de puta!- murmuraba en silencio Ramón mientras bajaba las escaleras de la clínica. Y repitió aquella maldición muchas veces los días siguientes, tantas que llegó a preocuparse de su salud mental. Todos sus pensamientos, que deberían haber sido elevados y trascendentes, nobles y generosos, para responder a la imagen que tenía de sí mismo, acababan devorados por esa pobre expresión de su rabia. Y lo peor era que cuando, alarmado por la obstinada reverberación de aquellas palabras, intentaba sustituirlas  por otras, el resultado era desazonador: plegarias y quejas pensadas con babosa retórica adolescente, con el inútil despecho  de quien acaba de descubrir la infidelidad de una mujer a la que no puede dejar de perdonar.

   Ramón no tenía miedo, no al menos esa clase de miedo que emana de un peligro reconocible. Era, más bien, una bullente inquietud desperdigada por todo su cuerpo, un hormigueo exacerbado aferrado a sus nervios, la réplica pavorosa de una conmoción antigua que ahora procuraba, en vano, encontrar suelo firme donde asentarse. Gastaba mucha energía diciéndose a sí mismo que no era para tanto, que en otras mucho peores se había visto, que tenía que estar feliz porque iba a librarse de una pesada carga. Pero los resultados de su ardua tarea de sugestión eran escasos, frágiles, caducos.

   Nunca había querido que Rosalía fuera con él a las revisiones. Las primeras veces, cuando aún llevaban poco tiempo juntos y ella insistía en acompañarlo, declinaba amablemente su ofrecimiento:

   -No tiene importancia. Es cosa de rutina. Siempre he ido solo y si ahora vinieras conmigo sería como doblegarme, admitir mi debilidad y reconocer que tengo algo grave. Y eso me traería mala suerte.

   Con el tiempo, ella dejó de preocuparse y a veces hasta se le olvidaba preguntarle, a la vuelta, cómo habían ido las cosas.  Prefería pensar que Ramón era uno de esos hipocondriacos convencidos de que la enfermedad desaparece si no se habla de ella, si uno es capaz de vivir como si no existiera.

   Los días que mediaron entre el diagnóstico y la operación, Ramón buscó con ahínco la soledad de los hombres marcados, de los que saben con certeza que nadie podrá acompañarlos allá donde deben ir. La soledad del soldado a punto de entrar en batalla, la soledad del novicio que va a profesar en una orden rigurosa.  Buscaba tanto la soledad, con una fiereza animal tan obstinada, que Rosalía, a pesar de haber transitado hábilmente por sus abruptos cambios de humor durante más de treinta años, no sabía por dónde atacar aquel muro que los separaba como si no se hubieran conocido nunca y nunca más sus miradas fueran a enlazarse en el aire. Todas sus tentativas de aproximación fueron despachadas de malas maneras. Cuanto más se esforzaba  por cumplir sus obligaciones de compañera abnegada, mayor iba siendo el desapego.

   Ni siquiera cuando Rosalía le tomó la mano, en la camilla, camino del quirófano, fue capaz Ramón de abandonarse, de romper a hablar o a llorar, de decirle una amable frase de despedida y agradecimiento. Lo deseaba con toda su alma, lo intentó con todas sus fuerzas, le dolía su impotencia. Estaba siendo cruel con ella, pero no podía evitarlo: su garganta estaba secuestrada por un rencor absurdo. Sólo consiguió articular una frase ronca e imperativa que aumentó la irritación contra sí mismo:

   -No la tiréis.

   Y ahora estaba allí, sobre la mesilla de una habitación de hospital, en el estuche con forro de terciopelo rojo, reemplazando la sortija que él le había regalado para celebrar sus bodas de plata. No brillaba, era oscura y parecía contagiada por la textura gelatinosa de los tejidos de la carne de un viejo. La veía entre sueños gaseosos, como a un animalillo inerte, recién nacido, en los breves intervalos de lucidez que la niebla de la anestesia le concedía. La operación había sido  un éxito y la reanimación paulatina, el regreso a la conciencia, le estaba resultando más fácil de lo imaginado: un vaivén placentero entre el ser y el no ser, la recíproca añoranza que la vida y la muerte, la vigilia y el sueño sienten al ser derrocados por el adversario. No le hubiera importado quedarse atrapado en esa dulce lucha de contrarios que parecían dispuestos a ofrecerle lo mejor de sus delicias para seducirlo

   Rosalía apenas se apartaba de su lado, silenciosa, vigilante, tirando de él sin violencia para traerlo de vuelta. Había adornado la mesilla con un búcaro de cristal de cuya boca sobresalían tres narcisos y era muy cuidadosa con los ruidos, con el ajetreo desconsiderado de las enfermeras más veteranas, con los bruscos cambios de luz de los primeros días de primavera, bulliciosos más allá de la ventana.

   En los escasos ratos en que se quedaba a solas, cuando ya había retomado por completo –un poco a regañadientes- el control de su cuerpo, Ramón giraba la cabeza despacio para mirarla, alargaba la mano como si fuera a tocarla y luego la retiraba, asustadizo. Hablaba con ella, musitaba frases recién rescatadas de un delirio lúcido y tenebroso, envueltas en las imágenes deshilachadas que su memoria le suministraba.

   -Es como si te hubieran quitado una muela –le había dicho Rosalía cuando él se quejaba de que notaba un hueco, un vacío.

   Pero no era lo mismo, de ninguna manera. Ella no podría comprenderlo nunca, por más que lo quisiera, por más que se esforzara. Durante cincuenta años, aquel pedazo de metal había anidado en su pecho como un ave de presa tras perforar su piel y sus tejidos, deteniéndose milagrosamente –no le gustaba nada esta palabra pero no encontraba otra mejor- a tres milímetros del corazón, tan cercana, tan amenazadora que ningún cirujano se atrevió entonces a extraérsela porque el riesgo de la intervención era demasiado alto. Quieta, como dormida, había gobernado tiránicamente su existencia, desde su trono vegetal de venas y arterias.

   No, no le gustaba creer que aquello hubiera sido un milagro facilitado por la casualidad: el vaso de aluminio que tenía en ese momento en la mano y con el que se disponía a beber agua en la fuente de un pueblo destrozado por las bombas había amortiguado el impacto. Ni milagro, ni casualidad. Aquella invasora era su verdadero destino. Muchas veces, a lo largo de los años, llegó a creer que la bala la llevaba en el cerebro, en el lugar exacto donde nacen los pensamientos que percuten en nuestros silencios. La bala era su pensamiento más duro, el que nunca se desvanecía, el que nunca le fallaba.

   ¿Por qué tenía que haberse empezado a mover ahora, cuando ya veía el fin cerca? Muchos compañeros que ya no estaban en el mundo quisieron ser enterrados de uniforme, engalanados con sus condecoraciones de viejos combatientes.

   -No quiero uniforme, ni cruces, ni medallas –le había comentado a Rosalía  una tarde, que ahora se le antojaba muy lejana, en que logró vencer su natural repugnancia a  hablar de sus últimas voluntades-. La única condecoración que estimo la llevo aquí dentro, hundida en mi carne.

   No le fue fácil ser joven así, con tantas preocupaciones de inválido. Temía los giros bruscos, los sobresaltos, los abrazos apasionados, cualquier mínima sacudida que provocara el avance del proyectil. Pero se acostumbró. Se acostumbró a  andar como pisando púas, a acompasar sus movimientos para no despertarla, a vivir de puntillas.  Aquella amenaza metálica apuntándole directamente al corazón le hizo desarrollar una delicadeza especial que las mujeres apreciaban mucho. Se sentía un elegido: la vida y la muerte se habían enamorado al mismo tiempo de él y era capaz de disfrutar de cada soplo de aire en sus pulmones como de un regalo repetido, inagotable, siempre distinto. Cuando se miraba en algún espejo de cuerpo entero creía descubrir un halo indefinible, legendario, envolviéndolo.

   Alguna vez, ingrato, llegó a olvidarse de aquella presencia oculta; pero entonces el pitido del  detector de metales en un aeropuerto, o una punzada íntima de frío en el pecho un día de invierno, o un roce sutilmente doloroso en las telas del corazón cuando el pecho se le ensanchaba de amor por Rosalía, le devolvían a la memoria la imagen ahusada –una mancha oscura en las radiografías, con el perfil de un supositorio- de la intrusa que estaba empezando a ser carne de su carne. 
    
   La convalecencia fue breve. Las heridas cicatrizaban, los cortes se suturaban con fuerza, todo su pecho se cerró sobre el pequeño vacío con avidez, como un puño indignado, como una flor carnívora. Pero Ramón sentía que la herida se había cerrado en falso y se dispuso a elaborar su duelo. Apenas salía al campo, sordo a los gañidos zalameros de la perra, que no se acostumbraba a esos paseos sobrios, higiénicos, obligatorios que le ofrecía Rosalía. Con frecuencia las cuatro paredes de la habitación perdían consistencia, se diluían y el territorio equívoco de los recuerdos se abría ante sus ojos.

   Había frotado la bala con algodón mágico hasta sacarle brillo. Consultaba en viejos manuales militares y en los últimos estudios sobre el armamento usado en la guerra. Con frecuencia subía al desván, abría la arqueta de madera y hundía sus manos en un abigarrado caos de reliquias: ropa militar, cartas, fotografías, recortes de periódicos que ensalzaban su heroísmo, medallas y otros objetos privilegiados  que habían sobrevivido a las periódicas sacas anuales destinadas a librarse de trastos inservibles, de recuerdos que iban convirtiéndose en desechos insignificantes y molestos.

   Una mañana, después de muchos días de inútil negación, hubo de rendirse a una evidencia desoladora que no era sino la temida confirmación de una sospecha que había tratado de acallar durante todos aquellos años: aquella bala era idéntica a las que él guardaba en el cargador de su vieja pistola reglamentaria. No cabía ninguna duda que el disparo había procedido del arma de un compañero.

   La versión oficial hablaba de una herida producida en combate. Él siempre había sabido que existía una parte de exageración en la manera como fueron relatados los hechos de aquella lejana mañana, con la guerra ya a punto de acabar, en un pueblo abandonado, sin ningún interés estratégico, rodeado por una confusa tropa de soldados extenuados, entre los que era difícil distinguir a los de un bando y los de otro, desnudos de banderas que ya no cobijaban, igualados por el polvo, el hambre, el brusco desinterés por la propia dignidad. Deambulaban entre los escombros de una guerra con el odio agotado, con la conciencia de que la derrota no distinguía tampoco los uniformes. “Una bala perdida, una bala sin maldad, una bala sin gloria, fatigada, absurda; una bala sin verdadero odio ha estado a punto de matarme”, había pensado al caer herido, un segundo antes de perder la consciencia, mientras el agua que estaba a punto de beber se confundía  en un reguero con los primeros hilillos de su sangre vertida.

   El descubrimiento de la mezquina verdad le obligaba a negar todo su pasado, a salpicarlo de manchas horribles, a prescindir de un heroísmo postizo, otorgado por los demás, que él había, finalmente, aceptado como auténtico. “La bala nunca debió entrar en mi pecho. La bala nunca debió salir de mi pecho”. Apresado en el vuelo oscilante de esas dos frases paralelas, cortantes como guadañas hambrientas, trataba de encontrar respuesta a preguntas que no quería hacerse. Era demasiado tarde para inventarse una vida auténtica.

   Por la claraboya del desván la luz empezaba a declinar.

   -Cariño, tienes que bajar a tomar tu medicina. Se te va a enfriar el té.

   Ramón oyó aquellas palabras desde una lejanía difícil de explicar. Estaba entretenido, como un niño que juega con sus soldados de plomo, cargando la pistola con aquella bala, tan brillante que parecía de mentira.