Cada grano de arena tiene un
rostro, tiene una historia, una biografía.
Ese grano que pisas, desdeñoso,
fue montaña altiva, roca que se creía indestructible, canto rodado de tacto
suavísimo. Resistió durante mucho tiempo las agresiones del viento, del hielo, de las
olas, pero al fin se entregó, rendido, a la infinita paciencia de la erosión.
Antes, mucho antes, fue lava
ardiente, hija del primer fuego, del fuego primordial; después se fue
enfriando, pero aún guarda algo de ese fuego en lo más íntimo de su ser. Quizá,
afortunado, fue cristal, alcanzó la transparencia.
Mañana —un mañana muy largo—
habrá llegado a su perfección: será una mota de polvo que se lleva la brisa.
Después, nada.
Ningún grano de arena es igual a
otro, son tan distintos entre sí como lo somos nosotros. Habría que aprender a
mirarlos, a observar lo minúsculo, a diferenciar rasgos. Ahora parecen anónimos,
pero su anonimato no es más que el resultado de nuestra ignorancia. Y saben formar parte de algo más grande: sin ellos no habría playa, esa playa que pisas,
inconsciente bañista, ignorando la larguísima historia que hay detrás.
¿Quieres saber qué es el
tiempo? Pregúntale a ese grano de arena.