Ya no
podía leer. Su memoria era tan efímera que no le permitía unir una palabra con
la siguiente para formar una frase. Pero seguía teniendo libros en la mesilla
de noche. Le gustaba acariciarlos, olerlos, los abría como quien abre un regalo
incomprensible y extrae de él una forma dulce de consuelo.
Había
olvidado muchas cosas pero recordaba que en ellos, alguna vez, habitaron sus
sueños.
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