Sentado
sobre su trono infernal, Mefistófeles, el viejo embaucador, comisionista de la perdición, se lamenta como un anciano obsoleto y añora los tiempos pasados, cuando el negocio de comprar almas reportaba sustanciosas plusvalías:
—Antes
los hombres se estimaban en mucho, eran conocedores de su valor. Para que
hubiera trato tenías que apostar fuerte y prometer la eterna juventud, la
sabiduría, tesoros fabulosos, un amor inalcanzable, el poder omnímodo, una
ciudad maravillosa o que un instante de esplendor no acabara nunca. Aún así, había quien se negaba al trueque. Ahora los
jóvenes hacen cola delante de una máquina para vender su iris —su mirada, la
puerta de su ser, lo que los hace únicos: su alma— por unas pocas monedas
virtuales de dudoso valor. Mi sagrado oficio ya no tiene sentido.
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