Para
entrar en aquel país debías pasar un control nada rutinario. A los exhaustivos
registros habituales en todos los aeropuertos se añadía uno que resultaba
extraño a los viajeros poco informados: revisaban los zapatos de los recién llegados
para ver si llevaban adherida tierra de otros países y, si era así, los
requisaban con extremo cuidado y los destruían.
Como
buenos isleños, estaban muy orgullosos de su aislamiento y de la pureza de sus
gérmenes. Tenían un dicho: En un gramo de tierra extraña cabe toda la maldad
del mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario