Recostado contra
el poste de la canasta, de cara al grato sol de octubre, el maestro de
educación física observa a sus alumnos. Ha dividido al curso en dos grupos: unos
son cazadores y otros animales: hay una jaula y una puerta pintadas con tiza en
el suelo. El juego funciona solo, los niños se están implicando sin reservas como suelen hacerlo a esa edad y el maestro se deja acariciar por los rayos
templados. Una cosa perturba mínimamente su placidez. Al fondo del patio Mateo da
patadas a una pelota contra la pared: no está castigado, se ha negado a
participar. «No quiero ser ni animal, ni cazador», ha objetado. Ha resultado
imposible convencerlo.
«No lo entiendo: ni siquiera lo estoy obligando a jugar a guardias y ladrones, como cuando yo era niño. Ofendidito. Menos mal que me he traído las gafas, este sol sí que ofende la vista”, piensa el maestro.
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