Una
calle cualquiera, de una ciudad cualquiera.
Una
estampa cotidiana, una mujer y un muchacho ─seguramente su hijo─ caminan
apurados, no parecen pasear, como si tuvieran prisa en llegar a algún sitio o
en huir de algo. El espectador percibe algo opresivo en la atmósfera, en el
pavimento maltrecho, en el semáforo apagado. La mujer se muestra, más que
triste, afectada por una pena muy honda, desearía salir de campo. El niño
agacha la cabeza, como si le sobrara la mirada y solo quisiera enterarse de lo
que hay inmediatamente delante de sus zapatillas para no tropezar con algún
obstáculo alarmante. La primavera, incongruente, se esmera en florecer en algún
árbol.
Podría
ser cualquier sitio, un no-lugar de cualquier degradado suburbio de una de
tantas ciudades de Europa.
Pero es Mariupol. Y hay tres bultos lúgubres en la calle, aunque el recorte de la fotografía nos los haya hurtado.
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