No
es un árbol: es una palmera.
No
es un tronco: es un estípite.
No
es un podador: es un cirujano de altura.
Y
son la suma de cicatrices y la ausencia de las palmas cortadas las que hacen
esbelta a esta columna vegetal que sostiene el cielo.
Cuaderno de creación literaria donde encontrarás textos y fotografías originales del autor.
No
es un árbol: es una palmera.
No
es un tronco: es un estípite.
No
es un podador: es un cirujano de altura.
Y
son la suma de cicatrices y la ausencia de las palmas cortadas las que hacen
esbelta a esta columna vegetal que sostiene el cielo.
Una
calle cualquiera, de una ciudad cualquiera.
Una
estampa cotidiana, una mujer y un muchacho ─seguramente su hijo─ caminan
apurados, no parecen pasear, como si tuvieran prisa en llegar a algún sitio o
en huir de algo. El espectador percibe algo opresivo en la atmósfera, en el
pavimento maltrecho, en el semáforo apagado. La mujer se muestra, más que
triste, afectada por una pena muy honda, desearía salir de campo. El niño
agacha la cabeza, como si le sobrara la mirada y solo quisiera enterarse de lo
que hay inmediatamente delante de sus zapatillas para no tropezar con algún
obstáculo alarmante. La primavera, incongruente, se esmera en florecer en algún
árbol.
Podría
ser cualquier sitio, un no-lugar de cualquier degradado suburbio de una de
tantas ciudades de Europa.
Pero es Mariupol. Y hay tres bultos lúgubres en la calle, aunque el recorte de la fotografía nos los haya hurtado.
Extraña criatura, desmedida, abrumada por su peso, que mira hacia la tierra como avergonzada de su belleza o arrepentida de su peligro. De nombre equívoco y peor fama, tóxica y alucinógena, protagonista de leyendas urbanas y noticias morbosas, trampa mortal de insectos, ornamento de jardines burgueses.
Sencillamente, una flor.
En la distancia, el mar
es siempre una canción
omitida en la noche,
suprema ausencia,
indefensión frente a la tierra.
Como un solo hombre, como una sola mujer, el Pueblo, entonando canciones patrióticas, seguía al Guía Supremo, al Celeste Timonel, al Caudillo, al Duce, al Conducator, al Führer, al Zar Rojo, al Líder (tenía tantos nombres como países). Cuando ya estaban al borde del abismo, el Gran Jefe les ordenó dar el Gran Salto Adelante. Mientras se precipitaban, en un segundo de lucidez, algunos se preguntaban si no habrían llevado su fe demasiado lejos.