sábado, 7 de mayo de 2016

EL CANTO




                El peso de la compra del supermercado -dos bolsas grandes y una garrafa de ocho litros de agua- me hacía caminar encorvado y acentuaba mi tendencia natural a doblar la espalda y a echar por tierra la mirada. Fue así como entró en mi campo visual un guijarro que vino a parar entre mis pies impulsado por unas zapatillas blancas de deporte que avanzaban en dirección contraria a la mía. Las zapatillas no venían solas, desde luego, y ni siquiera eran la vanguardia. Un artilugio ortopédico con ruedas abría camino y sostenía los pasos vacilantes de una mujer. 
     
                Con esa suficiencia idiota de quien pretende auxiliar a alguien en dificultades sin consultarle antes si desea ser ayudado, supuse que la mujer había apartado aquel pequeño obstáculo para que no entorpeciera el dificultoso progreso del andador sobre la superficie desigual de la acera y, ansioso por actuar, le di una patada -juvenil, deportiva- al guijarro con tan buen puntería que lo alojé en el alcorque de un tilo. Levanté entonces los ojos hasta el rostro de la mujer esperando encontrar esa sonrisa de agradecimiento a la que nos consideramos acreedores en estos casos, completada incluso con un ademán de aplauso ante mi habilidad futbolística. La mujer, que sin duda había captado mi buena voluntad y también mi petulancia, me miró desconsolada. No había reproche evidente en su gesto pero era fácil entrever que su buena educación conseguía a duras penas controlar el enfado.

                De hecho, casi todo lo que ella parecía sentir y lo que, consecuentemente sentí yo en aquellos momentos y que ahora trato en vano de fijar por escrito deriva de esa única y compleja mirada. 

                   Tenía una hermosa cabeza, unos rasgos nobles, bien perfilados, el pelo muy corto teñido de un color violáceo y su piel era bastante tersa, lo que me llevó a pensar que la invalidez era más el producto de una enfermedad degenerativa o de un accidente que del desgaste de la edad. Yo me había detenido y había depositado sobre la acera las bolsas de la compra y la garrafa de agua. Comprendía que me había equivocado, que estaba siendo obsceno, que había dañado algo. Igual que si hubiera dado un puntapié a uno de esos diminutos perros de compañía.

                Volví mis ojos hacia el canto, que yacía ahora, triste e inmóvil, planeta sin órbita, no muy lejos de una de esas mierdas secas de chucho que forman una guirnalda alrededor del tronco de los árboles urbanos. Me fijé con interés, forzando el enfoque de mi vista cansada: no era una piedra vulgar, parecía recogida a propósito en algún sitio, la orilla de un río o una playa; podría haber sido decorada para personalizarla. Personalizarla, sí -y me quedé unos instantes pensando en la palabra, desmenuzándola, extrayendo de ella su significado-. La piedra había sido dotada de vida, no de esa vida aparente y poco interesante a la larga que se manifiesta por el movimiento, sino de una vida interior, paradójicamente venida de fuera, igual que la vida sobre la tierra pudo venir de muy lejos. La mujer -pienso ahora- animaba a la piedra y eso era bastante.

                Me estoy empeñando en dar sentido a esta anécdota, una minucia de realidad que apenas duró unos segundos, y cada vez veo más claro mi fracaso.

                Rescaté la piedra del alcorque y la puse de nuevo en el camino de la mujer, que me sonrió, ahora sí, sinceramente agradecida. La vi marchar, a trancas y barrancas, como si las ruedas del andador estuvieran atolladas en barro. Empujaba la piedrecita a pequeños y certeros golpes, como una niña hábil desplaza el tejo sobre la rayuela. Mientras se alejaba, pensé en la piedra grande de Sísifo, pensé en un ejercicio terapéutico recomendado por su rehabilitadora, en una extraña mascota, en una runa, en las piedras que los hebreos dejan sobre las tumbas, en una manía. Cuánta soledad es necesaria para llegar a amar a una piedra.

                El mismo fracaso que ahora siento ya me visitó entonces, cuando traté de explicarme lo que acababa de contemplar. Una mujer con andador empujando una piedra por la acera. Nada más. Debería conformarme con eso.

                Mientras se alejaba, se giró hacia mí. Hizo un gesto ambiguo, como de muerte en un mercado,  aunque creo que quería indicarme que no revelara a nadie su secreto.


No hay comentarios:

Publicar un comentario