(Cambiando de registro, y para que este cuaderno no se nos deslice peligrosamente hacia Paulo Coelho, ahí va este cuento "jevi" que sorprenderá quizá a algún lector. Un poco de humor negro para una tarde fría.)
Lo
último que podría decirse de Óskar (a él le gustaba escribir con k su nombre
desde que le cambió la voz y dejó atrás una infancia meliflua de la que se
avergonzaba) era que le gustaran los placeres blandos. No. Lo suyo eran las
sensaciones fuertes, el riesgo, el ruido áspero, la caricia rasposa, los amores
sórdidos y difíciles, las palabras contundentes, los tragos que arden en la
garganta. Por eso me quedé de piedra, incrédulo, cuando me dijo lo que me dijo.
Y rompí a reír enseguida como un bellaco, como un mal amigo, como un crío que se ríe de otro en el parvulario con toda la
crueldad de que es capaz al pillarlo en una debilidad propia de una nenaza.
-Lo
he leído en internet. Es lo que hace Murphy Bigcock para relajarse.
Ahora
ya lo iba entendiendo un poco mejor. Si lo hacía Murphy, el líder y vocalista
de los Kilers, nada había que objetar. No podía tratarse de una mariconada.
Pero eso no quería decir que estuviera dispuesto a acompañarlo. Me seguía
pareciendo una cosa de viejos aburridos, como los balnearios. Murphy, a pesar de sus intentos para
disimularlo injertándose pelos, ya pasaba de los cincuenta. Siempre he pensado
que es mejor morir antes de llegar a los cuarenta; después la gente chochea
irremediablemente. Algunos hasta hacen deporte o dietas macrobióticas. O se
casan. Un asco.
Óskar
llevaba unos días bastante nervioso, por no decir insoportable. En el curro las
cosas no le iban nada bien, su chavala se la daba con otro –eso al menos creía
él, como siempre; incluso creo que sospechaba de mí-, había vuelto a subir el
precio de la cerveza y nuestro grupo de heavy, la última vez que había tocado había
sido en las fiestas de un pueblo de mala muerte, en verano, de donde tuvimos que salir por patas porque
los mozos del pueblo empezaron a lanzarnos pedruscos. El alcalde se negó a
pagarnos y encima quería cobrarnos los destrozos alegando que éramos unos
provocadores y que le habíamos faltado el respeto al público con nuestra
canción “Buen provecho” en que hacíamos un coro de regüeldos de lo más
espectacular. Desde entonces llevábamos seis meses sin ensayar y Kevin, el
batería, nos había traicionado yéndose a una orquesta verbenera.
-Tú
haz lo que quieras. Yo me largo a tomar algo –fue lo último que Óskar oyó de mi
boca.
Quizá
no debí dejarlo solo. No se debe abandonar a un colega en una situación chunga.
Pero quién iba a sospechar. Lo que viene a continuación no lo he visto con mis
propios ojos, tengo que imaginármelo a partir de lo que me han contado y, sobre
todo, del resultado final.
Óskar,
con ese corpachón gigantesco, con su tripón cervecero, su melena rizada de
cinco años flotando en el agua y su culo peludo –no sé si reírme o llorar- se
metió en la bañera más grande que había, una tamaño XXL. Una pibita con
uniforme de enfermera se acercó llevando una pecera entre las manos, como si
fuera una sacerdotisa del diablo que sostiene una ofrenda, sonriendo
angelicalmente. Debió alucinar al ver a Óskar en pelotas –tenía un desnudo
impresionante, puedo dar fe de ello- con aquel barullo de tatuajes por los
brazos y por el pecho. Por cierto, yo tengo la teoría de que la culpa de todo
la tuvieron los tatuajes y la tinta sabrosona, como de calamar, con la que
estaban hechos los dibujos, pero eso no viene ahora muy a cuento. A lo que iba.
La empleada vació los peces en la bañera, le deseó una feliz sesión, le
preguntó qué música ambiental deseaba –lo último de Kilers, a todo trapo, por
supuesto- y se marchó. Y aquí empieza lo bueno, y lo extraño. Los pececillos
–tailandeses o de por ahí- se alimentan de los pellejitos muertos, de esa
primera capa de piel que por lo visto nos sobra a todos. Los mordiscos que van
dándote te producen cosquillas y gustirrinín y te relajan, como si te
estuvieran dando un masaje. “Es como cuando las serpientes mudan de piel”, me
había explicado Óskar, en plan
filosófico, para convencerme. Parece ser que no es raro que la gente se quede
dormida de lo a gusto que se encuentra. Eso debió de pasarle a él. O quizás es
que no pudo reaccionar a tiempo: la agilidad no era lo suyo. Se desplazaba lentamente,
como un león marino. Mover aquel cuerpo de más -bastante más- de cien kilos no
era tarea fácil. Tampoco puede descartarse que se dejara engatusar por el
gusto, un poco masoquista, de ver cómo te devoran a bocaditos; o que se hubiera
metido algo: cuando le daba el bajón trataba de aliviarse con lo primero que
tuviera a mano y su novia conseguía fácil recetas de tranxilium.
Esto
no se le hace a un colega, Óskar, tronco. ¿Por qué tuvieron que llamarme a mí
cuando descubrieron el pastel? Es verdad que todo el mundo sabía que éramos uña
y carne, pero para esos momentos está la familia, digo yo, aunque viva lejos y
apenas te hables con ella. O la que pasa por ser tu novia. Un empleado de la
casa debía de conocernos de vista y sabía dónde encontrarme. Yo iba por la
tercera cerveza y estaba en ese momento dulce en que el mundo parece que fuera
de gomaespuma y no pesara nada y en que los problemas son un mal chiste del
que, de lo malo que es, tienes que reírte.
-Ven
rápido. Le ha pasado algo al Óskar.
Menudo
marrón. Era difícil reconocerte, de repente te habías puesto muy raro. Aunque
los peces no se habían atrevido con tu cabeza y tu cara estaba casi intacta,
tenías un gesto extraño, una expresión que nunca te había visto. Quizá con tu
chica hicieras esa mueca en la cama, pero yo, la verdad, no te la conocía. Sabía que eras tú, de eso no cabe
duda, pero era como si te hubieran poseído y se estuvieran riendo de ti con tu
propia boca. De otra manera no puedo entender que tuvieras aquella cara de
felicidad babosa, con lo que te había pasado. Y luego estaba ese aspecto de costillar
a medio comer, como si hubieran tenido que suspender la barbacoa antes de
terminar…
A
cambio de un dinerito que nos beberemos a tu salud me hicieron firmar un papel
por el que me comprometía a no contar lo que había visto. Si se hiciera público
lo que te pasó nadie volvería por allí. En esa clínica tienen médicos
dispuestos a firmar que habías muerto por un fallo cardiaco. Y yo me encargué
de que nadie viera tu fiambre:
-Mejor
lo recordáis tal como era cuando estaba vivo. Está muy perjudicado
.
No
podrás quejarte del funeral que te preparamos. Música a tope y cerveza a gogó.
Vino toda la peña de la comarca y antes de dejarte reducido a cenizas te dimos
un paseíllo por la calle de los garitos. La caja la llevamos entre los cuatro que quedamos del grupo, Kevin incluido,
envuelta en una bandera negra de piratas, como a ti te hubiera gustado. Y te
pusimos el bajo encima, en vez del crucifijo.
-¿No
os parece que pesa poco? – preguntaba a cada paso Kevin, como si se oliera algo-
Se me hace raro que ahí arriba vaya él.
-Es
que al morir se pierde peso; el alma pesa lo suyo, tío –explicaba el Toño, que
iba medio pedo y se liaba con las cosas que había leído en el último libro que
había leído, cuando tenía diecisiete años.
-Últimamente
se había quedado en los huesos –dije sin mala intención.
"Ibas
de duro, tronco, pero en el fondo eras mayormente tierno y mollar",
pensaba alguien dentro de mí, dándole vueltas a la carraca de las obsesiones. Malditos
tiburones enanos, o pirañas, o lo que fueran. Sabandijas hambrientas. Buen atracón se
dieron.
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