Poco
a poco, quizá voluntariamente, había ido adquiriendo ese "aspecto indefinido" del
capitán Riavovich, el protagonista de "El beso", de su muy
querido Chéjov, hasta llegar a ser un hombre incurablemente melancólico, sin
aspavientos, un viejo funcionario, un empleado del Gobierno en una provincia
oscura y deprimida, casi despoblada, sin nadie a quien confiar su dolor. No tenía
futuro, el presente se le desvanecía entre los dedos como una piedra enferma. Y
lo que es peor, eso -el no tener presente- le había ocurrido siempre, desde que
se acordaba, y por eso ahora no tenía un pasado, un pasado añejo y
reconfortante del que beber, sorbo a sorbo, en las tardes de fiesta, diluido en
un gintónic. No le apetecía nada enfrentarse otra vez a su trabajo, contemplar
los rostros obtusos, lejanísimos, de sus alumnos, vaciar sobre ellos su
volquete de palabras rutinarias.
Siempre
las mismas calles, los mismos pensamientos - una verbigeración incontrolable-
asociados a los muros sucios, a las fachadas sin alma, a esas zapatillas
colgadas del cordón de la luz, a los tallos de las farolas saturados de
ofrecimientos. Muchas empresas de albañilería que arreglan tejados, como si un
viento huracanado se hubiera llevado las tejas de los edificios baratos de la
ciudad. Mujeres formales y con experiencia en el cuidado de niños pequeños y
ancianos enfermos, como si la ciudad sufriera un capricho demográfico de
principios y finales. Esa horrible lámpara en la tienda de electricidad: la
bombilla sujetada por un alienígena de pega fumándose un porro. Pintadas con
frases que ofendían a la vista. El vómito sanguinolento en la esquina del pub,
los viernes. No era sano soportar tanta zafiedad, día tras día, sin un
horizonte alternativo. Sí, tenía la música, los libros, amigos vagamente
lejanos, su imaginación antaño llena de dulzura, pero se había acabado el
tiempo juvenil de los hallazgos; las palabras y las melodías habían envejecido
con él, se había gastado su caudal de sorpresa y, todo lo más, aliviaban su
proteica desazón en tardes especialmente
difíciles como una tisana confortante e insípida.
Algunas
noches, para entretener la larga espera del sueño, redactaba mentalmente cartas
delirantes dirigidas a un alcalde menos prosaico que el actual regidor de la
ciudad y lo animaba a cambiar la fisonomía del barrio por arte de magia, a
asombrarlo en su invariable trayecto con un trazado diferente cada día, con
edificios nuevos de cristal, con tiendas elegantes a la última moda o comercios
antiguos, de cornisas decoradas con letras de tipografía modernista y largos
mostradores de madera, con parques donde los árboles no proclamaran su mezquina
existencia cada primavera, con transeúntes alegres como figurantes de una
comedia musical americana. No costaría tanto pintar de otro color las ventanas,
escribir en los muros fragmentos de poemas, echar tierra sobre el asfalto para
que volvieran a circular carruajes tirados por caballos o colgar adornos de
fiesta medieval de un lado a otro de las calles. Pero la realidad es una
indeseable obstinada y no se deja transformar por las ensoñaciones de un
insomne. La mañana siempre regresa con su cargamento de frustración
.
¿Para
qué soñar arduamente? Le sería más fácil cambiar el aburrido itinerario, dar un
largo rodeo por callejas secundarias para llegar al instituto, hacer lo posible
por no repetir nunca la misma ruta. Cada día una versión diferente del camino
aunque eso implique tardar mucho más en llegar. Quizá serviría al principio,
pero las posibilidades de evitar la monotonía son muy limitadas en una ciudad
de plano tan reducido y el resultado final nos devuelve a la casilla de salida
con la dolorosa sensación de haber perdido el tiempo y de haber extendido la
mancha negra del hastío por calles y plazas hasta ese momento incontaminadas.
Poco
antes de llegar, en un paso de cebra, tropieza con una paloma callejera que va
espigando migajas, a la rebusca de esos restos de chucherías que se les caen de
las manos a los niños. Está como aturdida, desorientada, tiene un aspecto
lastimoso. Da la impresión de ser vieja, de estar enferma y desvalida,
irremediablemente sola en medio del tráfico. Las plumas están ajadas,
despeluzadas, sobre todo las alas, como si le hubieran roto una a una las
puntas. Su plumaje es extraño: blanco
con algunos puntos oscuros irregularmente repartidos. Parece el negativo de una
paloma normal. La van a atropellar, seguro. En cuanto yo cruce, el coche que
está esperando, arrancará y la destrozará. Mueve los brazos, trata de
espantarla, la amenaza con la cartera para que salga de la calzada. A duras
penas la paloma emprende un corto vuelo que la deposita justo debajo del coche.
Sus fuerzas no le dan para llegar más lejos. Todo sucede rápido, pero siempre
se preguntará si no podía haber hecho algo más que volverse a mirar desde la
acera. El coche arranca y en un silencio especialmente fabricado por él o para
él, abstraído de todos los otros ruidos de la calle, oye con nitidez
escalofriante el sonido del pequeño cuerpo aplastado bajo las ruedas: primero
una pequeña explosión, como de bolsa de papel reventada, después el chasquido a
cámara lenta de los huesecillos triturados y las vísceras que ceden con un
quejido sordo bajo un peso abrumador. El ruido más siniestro, más angustiosamente
conmovedor que nunca había escuchado.
Me
siento culpable. Siempre es mejor abstenerse, no intervenir. Con esta disposición
tan sombría entra en el aula. Solo está Tania. Los demás se han ido porque ha
llegado con un poco de retraso. El incidente de la paloma ha durado más de lo
que recordaba. Quizá se quedó un rato estupefacto en mitad de la calle. Quizá
esperó a que otros coches completaran la faena hasta dejar sobre el asfalto
poco más que una lámina sangrienta y unas cuantas plumas. Mejor así. No se
siente con ánimos para hacer frente a la clase entera
.
Tania
es una alumna mayor, que ya ha pasado esa etapa de frivolidad de los
adolescentes. Parece valorar sinceramente sus clases. Lo escucha como si
realmente le importara lo que está oyendo. Para ella estudiar es una manera de
eludir la textura viscosa de una vida opilada por su trabajo en una residencia
de ancianos y el cuidado en solitario de su hija de corta edad. En los libros
que han ido comentando a lo largo del curso ella siempre encuentra esos hilos
sutiles que sus autores dejaron, hilos de artrópodo que solo una luz muy
oblicua revela. Tirar de esos hilos puede agitar una campanilla para entrar en
una casa en Moscú, o mover los brazos y las piernas de una marioneta que
llevaba muchos años sin bailar, olvidada en el fondo del baúl de Maese Pedro,
o, más frecuentemente, pisar un cable eléctrico con los pies desnudos y
mojados. Tania siempre lee buscando algo, receptiva a las coincidencias, a las
insinuaciones. Pregunta cuando no entiende, cuando sospecha que se le ha
escapado algo importante. Los demás alumnos piensan de ella que es una pesada,
que solo quiere ganarse el favor del profesor para mejorar su nota.
.
Se
sabía discreto y gris y prescindible. Sus alumnos no llegaban a odiarlo, no llegaban
a admirarlo. Lo soportaban con habitual condescendencia, sin ejercer sobre él
demasiada crueldad. Sabía que nunca sería memorable, que no hablaban de él, que
su nombre no aparecería en sus móviles ni siquiera en forma de mote. Toda su
vida, dominado por un pudor nacido en su infancia, se había empeñado en no ser
importante para nadie, en no molestar y ahora, al borde de la jubilación, se
arrepentía.
¿Puede
la historia de una vaca llegar a conmovernos?, le pregunto. Tania me mira,
calibrándome, mientras lucha por encontrar una respuesta. De una vaca, no sé.
De un perro, fijo. Y se lanza a contar el relato lacrimoso de un perrillo
callejero abandonado al que adoptó de niña y cuánto sufrió cuando murió
atropellado en la carretera de su pueblo. Vaya, otro atropello, piensa.
"¡Adiós,
Cordera!" La gran vaca nutricia, la madre sustituta de Rosa y Pinín, casi
una divinidad hindú en el cuento de Clarín, va a ser sacrificada y los niños
vivirán una segunda orfandad. El cuento lo he leído muchas. ¡Cuántas veces lo
habré comentado rutinariamente para mis alumnos! Por eso me extraña cómo
tropieza Tania al leer en una de las primeras líneas la palabra
"jícara". No sabe lo que es. Mejor dicho, no sabe que esa palabra se
refiere a esa pieza de cristal o cerámica que se ponía en los postes del
telégrafo o de la luz para aislar los cables. Porque el objeto sí que lo
conoce. De hecho, su abuela, en el pueblo tiene varias, hace colección. Y me
enseña una foto que guarda en el móvil. "Una jícara era originalmente una
tacita pequeña, para tomar chocolate"- le explico. Y empiezo a imaginar a
una larga estirpe de canónigos de todas las épocas deleitándose golosamente en
innumerables meriendas mientras mojan bizcochos esponjosos en el espeso cacao.
Envidio su suerte, su vida de dulces rutinas, de minúsculas disputas y fe
invariable. "Aunque yo aprendí antes, de niño en mi pueblo, el otro
significado. Jugábamos a hacer puntería sobre ellas con un tirachinas o,
directamente, lanzando la piedra con la mano." Una cuadrilla de muchachos
de pantalón corto en torno a un poste de la luz, al salir de la escuela,
acribillando a pedradas los cables y las jícaras, apostando a quién es el
primero en acertar a romper una.
"¿Por
qué he compartido con Tania estas asociaciones tan íntimas, esta red de
recuerdos que a ella le han de parecer ridículos o irrelevantes?. Me expongo
demasiado. Necesito jubilarme ya", se dice cuando termina la clase. Le ha
quedado una duda. Consulta en el diccionario de la Real Academia y comprueba
que no figura la acepción de "jícara" según la emplea Clarín en su
relato o según la empleaban los chicos de su pueblo. ¿Cómo es posible semejante
vacío? Siente que ese hermoso arco del recuerdo se viene abajo al evaporarse la
palabra clave sobre la que estaba construido. No puede ser. Para alguien como
él, sometido de buen grado desde su niñez a la autoridad de lo escrito, lo que
no figura en los libros tiene una existencia muy dudosa. Esa palabra tan vívida
y tan vivida, avalada por un gran escritor y sobre todo por el poder irrefutable
de la experiencia, tiene que refugiarse y guardarse en el gran libro para que
no desaparezca. Si esa palabra no existe, sus recuerdos serán apócrifos. Tiene que
salvarla del olvido, protegerla como a una criatura en peligro de extinción,
ahora que el telégrafo es una triste reliquia de postes sin hilos alineados en
los campos, una bella imagen melancólica en las fotografías que remite a una
lejanía irreductible.
Al
llegar a casa entra en internet y encuentra en la página web de la institución
un formulario para sugerir la aprobación de nuevas palabras. Le responden casi
al instante, agradeciendo su aportación. "La valoraremos cuidadosamente y,
si el comité científico así lo decide, la incorporaremos en la próxima edición
de nuestro diccionario". Aunque sabe que es una respuesta tipo,
probablemente generada automáticamente por una máquina, prefiere imaginarse a
una lexicóloga de guardia, en un despacho atestado de fichas con palabras a la
espera de ser reconocidas, como niños incluseros en busca de madre. La mujer,
de mediana edad, lleva gafas que agrandan la atrayente devoción de una mirada
que escudriña pero no niega.
Se
duerme pensando en la lexicóloga, que ha acabado teniendo rostro de paloma. El
sueño le va llegando con la lenta pleamar de una idea placentera: después de
todo, no ha estado mal el día. Quizá dentro de unos años, en la próxima edición
del diccionario, alguien busque "jícara", movido por su misma
necesidad de nombrar el pasado, y encuentre ese significado que él ha rescatado
del limbo de lo omitido. Y una línea invisible unirá sus dos vidas, y algunas otras vidas como la suya. Será un
triunfo anónimo. Quizá lo único que quede de él cuando pase mucho tiempo. Una
palabra como una lápida sin nombre perdida en el bosque inmenso del
diccionario. Más de lo que la mayoría pudo alcanzar. Más de lo que él había
conseguido en toda una vida. Su pequeño consuelo.
(Este relato está dedicado a Matteo, un niño italiano de 8 años que inventó una nueva palabra: "petaloso", para referirse a una flor con muchos pétalos. Y a todos los que aman y cuidan el delicado material de que está hecho cada idioma.)