El capitán
ballenero no se conformaba con el sangriento oficio de cazador de cetáceos. Se
sentía llamado a un destino más trascendente. En el fondo de su corazón latía
esa inquietud obsesiva de los descubridores. Por eso, cuando avistó una isla
que no aparecía en los mapas, creyó ver cumplido su más ferviente deseo. Poco
duró su alegría. Al desembarcar comprobó que aquel pedazo desolado de tierra
firme era un islote de mala muerte, sin vegetación ni más fauna que algún
despistado pingüino, siempre amenazada su existencia por los caprichos de un
volcán.
El capitán
llamó a la isla Decepción.
Su gloria
pequeñita de descubridor frustrado tiene al menos una compensación: la Historia
no podrá discutirle la poética, evocadora precisión de ese nombre, metáfora insuperable de tantos viajes infructuosos, de tantas islas fallidas, de tantos sueños malogrados.
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