martes, 2 de mayo de 2017

CUMPLEAÑOS FELIZ




          La primera sorpresa se produjo cuando encendió el ordenador. El doodle de Google no recordaba ninguna efemérides histórica ni rescataba del olvido a una científica nacida doscientos años atrás. Los dibujitos móviles representaban muchas tartas de cumpleaños con velas que se encendían y apagaban. Pinchó sobre él y apareció el mensaje: "Muchas felicidades, Francisco, en tu 55 cumpleaños." Se le alegró la cara con una amplia sonrisa y fantaseó con que ese doodle apareciera en todos los ordenadores conectados al buscador, no solo en el suyo. Un mensaje a toda la humanidad. 

         Entró en su cuenta de correo y descubrió más felicitaciones. Su banco le hacía llegar sus mejores deseos de prosperidad y le sugería la mejor manera de preparar una jubilación sin sobresaltos. "Este es nuestro regalo para ti, Francisco, por tu fidelidad durante todos estos años. Ábrelo". El obsequio consistía en un vídeo en el que un señor muy mayor, probablemente octogenario, interpretaba al piano con dedos artríticos y temblorosos el "Cumpleaños feliz" en un círculo sonoro infinito; resultaba un pelín patético, hasta premonitorio,  pero agradeció el detalle: se suponía que trataban de enviarle un ejemplo positivo de juventud espiritual. La agencia de viajes con la que había viajado a Tailandia se acordaba de él y le proponía, para celebrarlo, un crucero inolvidable por el Mediterráneo: "Date un capricho, Francisco, te lo mereces." Una ONG a la que contribuía esporádicamente le hacía llegar la imagen descargable de un calendario con la foto de una niña africana sonriente: " Este año has cumplido, Francisco. Sigue cumpliendo con nosotros."

             Lo de Facebook llegó a ser agotador. Las felicitaciones se acumulaban. A las primeras trató de contestarlas de una en una pero al final se vio obligado a enviar un agradecimiento genérico. Con todo, se le pasó casi todo el día de pantalla en pantalla. Los emoticonos bailaban sobre su frente. Tampoco le importaba mucho, fuera el día estaba destemplado, nuboso y con un temporal a punto de desencadenarse.

          No perdonaba la tarta. Era una superstición que le acompañaba desde niño. Todos los años, desde que recordaba, había soplado las velas. Sentía que si algún año dejaba de hacerlo atraería sobre sí la desgracia. Previsor, había comprado el día anterior una tarta en el supermercado con sus 55 velitas. Eran muchas, pero odiaba esa costumbre de las personas mayores de sustituirlas por dos números. Había que proceder cabalmente, no se le pueden hacer trampas al destino.

        Por la tarde, preparó y adornó la mesa como para una fiesta, encendió las velas, buscó en internet el vídeo del anciano interpretando al piano "Cumpleaños feliz". Antes de soplar sintió un ahogo, le faltaba el aire. "Cada año más velas que apagar y menos resuello", filosofó para sí. Necesitaba oxigenarse, llevaba todo el día sin salir de casa. Abrió las ventanas del salón y una ráfaga de viento agitó las cortinas y se coló como una exhalación. En un segundo todas las velas se apagaron. Le pareció un bonito detalle.

        Se acostó pronto, estaba agotado por tantas emociones. Ya en la cama, seguían llegándole al móvil felicitaciones de algunos rezagados.


          "Gracias, queridos algoritmos", susurró muchas veces, antes de caer dormido.

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