martes, 30 de mayo de 2017

CON LA BOCA ABIERTA



              
       Desde que leyó en una revista de divulgación científica que la duración de los bostezos estaba directamente relacionada con el tamaño del cerebro se sintió reconfortado al ver confirmada una intuición que siempre había tenido. Pasó de ser un hombre siempre hastiado -el que abre aparatosamente la boca en todos los sitios hasta mostrar la úvula- al más inteligente -ese a quien el espectáculo del mundo le resulta demasiado banal-. Avalado por una verdad científica incontestable, poco le importaba ya que los demás siguieran pensando de él que era el ser más aburrido del universo.

viernes, 26 de mayo de 2017

ATTILA JÓSZEF ( y II)

     Marcado desde el origen con el hierro candente del infortunio, la suerte fue tan cruelmente pródiga en desgracias para con este poeta húngaro que resulta fácil imaginarle un epílogo. Toda su vida -su breve vida- coleccionándolas, acumulando motivos para sentirse, con razón, perseguido por la fatalidad. Una niñez de huérfano que parece sacada de un relato de Dickens, un país -Hungría- amputado y comatoso tras la Gran Guerra, una inteligencia privilegiada -extraño privilegio el de la lucidez-  y una sensibilidad febril agudizada por su frágil psiquismo, sueños revolucionarios frustrados, fracasos amorosos encadenados... El tren que destrozó su cuerpo cerca del lago Balaton sabía lo que hacía: una obra de misericordia. Ese tren lo estaba esperando desde antiguo, desde aquella otra vez en que  Attila se acostó sobre los raíles, ansioso de conciliar el sueño eterno, y el tren no llegaba: otro suicida se le había adelantado. El poeta, desde ese momento, pensó que su existencia era el regalo provisional de un hermano en la desesperanza, un préstamo que más pronto que tarde habría de cancelar.

     En sus poemas conviven con deslumbrante facilidad la música de la poesía tradicional húngara, el surrealismo, la pasión amorosa de un eterno adolescente y la voz proletaria de quien ha hecho de Marx el nuevo evangelista.


     La mañana que visité la tumba, los castaños de Indias reventaban de flores. Sobre la modesta lápida, compartida con sus familiares en el plácido cementerio Kerepesi de  Budapest, una hormiga -encarnación ciega y desnortada de la posteridad- trataba inútilmente con las patas de leer su nombre.






"Mi corazón sentado en la rama de la nada
 su pequeño cuerpo estremece silencioso."
                               
***

"No tengo Dios, no tengo rey,
 mi madre nunca usó anillo,
 no tengo choza ni lugar donde morir,
no doy besos, no tengo amante.
Durante tres días mastiqué mi pulgar
por falta de un mendrugo de pan.
 Aunque tengo veinte años y soy fuerte y sano,
mis veinte años están en venta."

***

"La opresión, como una bandada de buitres,
convierte en carroña los corazones;  
y la miseria se escurre por todo el globo,
como saliva por el rostro de un idiota."
                               
***



Para saber más:

Attila Jószef, o una lucidez desesperada, por Rafael Ojeda

miércoles, 24 de mayo de 2017

ATTILA (1)

     Reclina la cabeza sobre la frialdad del raíl -es noviembre y el hierro guarda fiel memoria de la helada- como si la apoyara en la almohada de su cama con el cansancio entregado del que quiere conciliar un sueño largo, muy largo y sin sueños. Ha de tener paciencia. Ese tren no llegará puntual. Attila. Mal nombre para un poeta. No se reconoce en él. Quizá, después de todo, buen nombre para un hombre como él, tan adiestrado por y para la devastación. Ahora ya da igual el nombre y esa ley húngara de ponerlo detrás del apellido. En París nunca se aclaraban. ¿Cómo te llamas, en realidad? ¿José o Atila? Llamadme Nadie a partir de ahora, yo también he bajado a los infiernos y  he engañado al cíclope de la locura muchas veces. Pero ya no puede más. El hierro silba en sus oídos, le trae palabras lejanas, vibraciones metálicas que es mejor no traducir. De niño también acercaba el oído a las vías. Le parecía que cantaban. De niño los trenes son esperanza, incluso para él, que merodeaba por la estación para robar un poco de carbón para la estufa. Su madre siempre tenía las manos frías de lavar ropa ajena. Qué importa eso ahora. Los recuerdos son ceniza. Mañana los periódicos se acordarán de él. Una loa de compromiso. Una hipócrita inculpación. Los falsos amigos quizá entonen la palinodia. Algunas mujeres querrían no haber sido tan crueles, tan sinceras. No viene el tren. La postura es incómoda. Ni siquiera esto ha de salirle bien. Se levanta y echa a andar sobre la vía, desafiante. No piensa apartarse. Hay revuelo en la estación. Un hombre que no es él ha sido atropellado. ¿Quién se ha atrevido a cargar con su destino? Siente que no es más que una tregua provisional, un aplazamiento, pero aún así, el día le sabe a nuevo. Regresa a su nombre como quien vuelve a casa después de una noche muy negra. Attila.




domingo, 21 de mayo de 2017

ÁRBOL EN LA VENTANA





          En las casas abandonadas por los hombres, otras formas de vida más leales, menos imbuidas de su propia importancia, empezaron a depositar sus semillas traídas por el viento, los pájaros o el azar. Crecieron despacio, donde nadie las esperaba. Contra todo pronóstico, un ailanto enraizó en la sala de estar -se inventó el sustento- o quizá en el dormitorio -como el olivo de Odiseo-  y asomó su cuerpo joven y curioso por la ventana, en busca de la luz, redimiendo a las ruinas de su maldición.


          Cuando nos hemos ido todos montados en el caballo de la locura o en el tren de los desesperados, ellos regresan tranquilos, ocupan nuestro lugar, enmiendan nuestros errores. Y todo vuelve a comenzar.





miércoles, 17 de mayo de 2017

AGENCIA DE VIAJES



Ni la pura ilusión del pionero
que rotura los bosques y construye su casa
en parajes inhóspitos.
Ni la rabia astuta del proscrito
emboscado en selvas mitológicas.
Ni la paciencia miniada
del que coloca trampas
en los abrevaderos más limpios del arroyo.
Ni la tristeza luminosa del exilio,
ni la desesperación que zozobra en las pateras,
ni el vértigo que atruena al polizón
escondido en un tren de aterrizaje.
Tampoco la ingrávida pasión del astronauta
ni el amor a los barcos más infieles
que siempre cautiva al ballenero.

Tan sólo nos estaba reservada
la  aventura gregaria y desvaída,
venal e intercambiable,
que siempre prometen al turista.
(En caso de estafa manifiesta
siempre queda la opción de reclamar
a una amable señora vestida de uniforme 
que habla muchas lenguas).

              (De En la montaña mágica )








domingo, 14 de mayo de 2017

ZAPATOS ( II )



-¿Por qué nos tenemos que quitar los zapatos, mamá?
-Se nada mejor sin ellos.
-¿Y por qué esos hombres nos apuntan con sus armas?
-Es un juego. Como tú con tus soldaditos de plomo.
-¿Por qué nos han atado las manos?
-Para que no te separes nunca de mí.
-El agua estará muy fría.
-No te preocupes. Nos vamos a tirar vestidas. Y hay fuentes de agua caliente debajo.
-No sé nadar.
-Flotarás. Déjate llevar por la corriente.
-¿A dónde nos llevará el agua? 
-Al mar, hija. Todos los ríos van al mar. Y al olvido.



viernes, 12 de mayo de 2017

ZAPATOS ( I )




La terrible melancolía de los zapatos para siempre deshabitados




En Budapest, a orillas del Danubio, estos zapatos sin nadie, mirando sin ojos el discurrir del agua, son el memorial de los miles de judíos  a los que los miembros del partido nazi local, La Cruz Flechada, dispararon y arrojaron al río en el invierno de 1944 -1945



martes, 9 de mayo de 2017

AVATAR

¿Qué es antes, la banalización de las palabras o la de la realidad?

Fijémonos en 'avatar', hermosa palabra procedente del sánscrito, ese idioma arcaico, litúrgico, en el noble linaje del indoeuropeo. Originariamente se refería a las distintas reencarnaciones de los dioses que ‘descendían’ a la condición humana. El mayor de los actos de amor y sacrificio de la divinidad para con el hombre. En el cristianismo, Jesucristo se aproxima al concepto hinduista de avatar.

Rescatada del olvido, reinterpretada y aplicada a sectores pujantes de nuestra cultura tecnológica y del ocio, este término está gozando de otras vidas, sin duda menos sagradas. Un dibujo, una fotografía, cualquier elemento gráfico que nos represente en los juegos de rol, en las redes sociales, es nuestro avatar. No tiene por qué parecerse a nosotros, en realidad muchas veces se busca justamente lo contrario, compensar la cortedad de nuestra vida con otras personalidades; se busca la  máscara (´persona’, en griego), el personaje, otro ‘yo’ oculto, reprimido. Siempre hemos sentido la necesidad de ser otros, de ser más, de ser mejores o –lo que resulta ciertamente inquietante- de ser peores.

La última y curiosa versión de la palabra que ha llegado a mis oídos procede  del campo científico. Los ratones ‘avatar’ son aquellos en los que se ‘siembra’ el cáncer de un solo paciente y así se experimentan diferentes tratamientos a la vez para, de una manera rápida y barata, tratar de encontrar el remedio más eficaz sin tener que someter al enfermo a dolorosas e inútiles terapias. También ellos, como los dioses reencarnados, sufren y mueren para salvarnos.







El contacto con esta palabra me hace volver sobre la pregunta que, con diferentes fórmulas, ha inquietado a tantos pensadores y artistas. ¿Y si no fuéramos más que hombres avatar y hubiera otras réplicas de nosotros mismos en otros universos paralelos, incomunicables con este, y nuestra vida no fuera más que una peripecia programada, un ensayo de laboratorio, una probatura para dar con nuestra mejor versión, esa que nunca alcanzaremos?
                

sábado, 6 de mayo de 2017

GEPPETTO








Absorto en su tarea, el fabricante de juguetes inunda de fantasía las sucias y desconcertadas paredes de la ciudad indiferente. Nadie lo mira, demasiado alto para la mirada de los niños, que ya solo miran a lo que se traen entre manos, demasiado lejos para la mirada de los adultos, que solo tienen ojos de miope para lo próximo. Algún desocupado, tan viejo como él,  quizá le sonría al pasar o se lo lleve en la memoria de la cámara.

martes, 2 de mayo de 2017

CUMPLEAÑOS FELIZ




          La primera sorpresa se produjo cuando encendió el ordenador. El doodle de Google no recordaba ninguna efemérides histórica ni rescataba del olvido a una científica nacida doscientos años atrás. Los dibujitos móviles representaban muchas tartas de cumpleaños con velas que se encendían y apagaban. Pinchó sobre él y apareció el mensaje: "Muchas felicidades, Francisco, en tu 55 cumpleaños." Se le alegró la cara con una amplia sonrisa y fantaseó con que ese doodle apareciera en todos los ordenadores conectados al buscador, no solo en el suyo. Un mensaje a toda la humanidad. 

         Entró en su cuenta de correo y descubrió más felicitaciones. Su banco le hacía llegar sus mejores deseos de prosperidad y le sugería la mejor manera de preparar una jubilación sin sobresaltos. "Este es nuestro regalo para ti, Francisco, por tu fidelidad durante todos estos años. Ábrelo". El obsequio consistía en un vídeo en el que un señor muy mayor, probablemente octogenario, interpretaba al piano con dedos artríticos y temblorosos el "Cumpleaños feliz" en un círculo sonoro infinito; resultaba un pelín patético, hasta premonitorio,  pero agradeció el detalle: se suponía que trataban de enviarle un ejemplo positivo de juventud espiritual. La agencia de viajes con la que había viajado a Tailandia se acordaba de él y le proponía, para celebrarlo, un crucero inolvidable por el Mediterráneo: "Date un capricho, Francisco, te lo mereces." Una ONG a la que contribuía esporádicamente le hacía llegar la imagen descargable de un calendario con la foto de una niña africana sonriente: " Este año has cumplido, Francisco. Sigue cumpliendo con nosotros."

             Lo de Facebook llegó a ser agotador. Las felicitaciones se acumulaban. A las primeras trató de contestarlas de una en una pero al final se vio obligado a enviar un agradecimiento genérico. Con todo, se le pasó casi todo el día de pantalla en pantalla. Los emoticonos bailaban sobre su frente. Tampoco le importaba mucho, fuera el día estaba destemplado, nuboso y con un temporal a punto de desencadenarse.

          No perdonaba la tarta. Era una superstición que le acompañaba desde niño. Todos los años, desde que recordaba, había soplado las velas. Sentía que si algún año dejaba de hacerlo atraería sobre sí la desgracia. Previsor, había comprado el día anterior una tarta en el supermercado con sus 55 velitas. Eran muchas, pero odiaba esa costumbre de las personas mayores de sustituirlas por dos números. Había que proceder cabalmente, no se le pueden hacer trampas al destino.

        Por la tarde, preparó y adornó la mesa como para una fiesta, encendió las velas, buscó en internet el vídeo del anciano interpretando al piano "Cumpleaños feliz". Antes de soplar sintió un ahogo, le faltaba el aire. "Cada año más velas que apagar y menos resuello", filosofó para sí. Necesitaba oxigenarse, llevaba todo el día sin salir de casa. Abrió las ventanas del salón y una ráfaga de viento agitó las cortinas y se coló como una exhalación. En un segundo todas las velas se apagaron. Le pareció un bonito detalle.

        Se acostó pronto, estaba agotado por tantas emociones. Ya en la cama, seguían llegándole al móvil felicitaciones de algunos rezagados.


          "Gracias, queridos algoritmos", susurró muchas veces, antes de caer dormido.