lunes, 10 de abril de 2017

DESHIELO


      De niño me trasladaba a un estado de extrañeza próximo a la fascinación y al vértigo metafísico una expresión que se leía en los libros de geografía refiriéndose a las cumbres más altas (Everest, Aconcagua, Kilimanjaro). Nieves perpetuas, que yo traducía por nieves eternas, me parecía -además de un milagro inimaginable desde mi experiencia de niño que veía, con un sentimiento de pérdida inexorable, derretirse la nieve a los pocos días de caer- un asunto digno de meditación. ¿Es que en algún lugar había nieve que siempre había sido nieve y que seguiría por siempre siendo nieve? ¿Qué clase de territorio terrible y hermoso, inaccesible, era ese? ¿Cómo una materia tan frágil, tan vulnerable, tan soñadora -diría Ponge- podía resistir la embestida del sol? ¿Qué precio tendría que pagar para conservar su esencia? Y ahí me quedaba, instalado en este misterio que hacía más honda la vida.

      Sigo ahí, aunque los años -con sus lecciones turbias- me pongan a cada paso ejemplos descorazonadores. También la nieve de esas cumbres majestuosas está amenazada, como el hielo -que se creía inmortal- de los polos. Y en cuanto a la nieve nuestra, la nieve de andar por casa, la de nuestras modestas cumbres, rara vez llega ya a mayo.

       Este abril está siendo especialmente cruel con ella. El deshielo avanza rápido, como el desangrarse imparable de un hemofílico. 

       La nieve de esta foto se regala a manos llenas, abandona su ser, el destello cegador de su pureza, se ahueca, se debilita, se rinde finalmente y entra en el torrente, forma cascadas, se precipita, busca el valle, se arriesga a ser sucia, útil, perezosa Quizá piensa ya en el mar y por eso fluye con la agilidad del desesperado.







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