sábado, 4 de febrero de 2017

SUEÑO DE ARENA



       Se pasaba el día entero en la playa, cuidando de su obra -efímera y frágil como todo lo que nos importa-, reparando los desperfectos constantes del viento, devolviéndole a la arena el grado justo de humedad que el sol le robaba, restaurando la blancura de la nieve de las cumbres con pizcas de sal, velando por que la llama del volcán no se apagase. Cada vez que llovía era el Diluvio.

     Algunos echaban al pasar la moneda de la compasión, otros la mirada áspera de la indiferencia. Muy pocos se detenían lo suficiente para advertir algo sublime en aquella escena. La moneda de estos pocos valía más, volaba agradecida de la mano a la tela. El perro dormitaba casi todo el tiempo, pero si algo se acercaba demasiado despertaba de golpe poseído por la rabia del vigilante. 

     El arenista no tenía casa, no tenía otro techo bajo el que dormir que el cielo, a veces nublado, a veces cuajado de estrellas o plateado por la luna. Muchos lo consideraban poco más que un mendigo. Pero en sus sueños habitaba un palacio construido por sus manos, nevaba junto al mar que lo arrullaba y  se sabía dueño del fuego de un volcán. 















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