martes, 30 de agosto de 2016

FAROLAS



                El mástil de una farola es un buen termómetro para saber cómo va el mundo. Hemos sido capaces de aguantar lo peor de la crisis sin doblegarnos, manteniendo encendidas nuestras luminarias en las circunstancias más adversas. Hasta hace bien poco nuestras columnas aparecían forradas de anuncios en los que la gente ofrecía, se ofrecía. Había quien vendía su casa para poder pagarla, quien trabajaría de lo que fuera, quien pedía, quien imploraba, quien exhibía sus cualidades. Nos han usado como tablón de anuncios para despedidas de solteros, para anunciar clases de yoga, para encontrar a un gato siamés de ojos azules, para desprestigiar a un moroso, para comprar oro, para vender el alma y así tener con qué alimentar el cuerpo. Sobre nuestros pies, más sensibles de lo que la gente quiere creer, los perros firman con orina sus títulos de posesión y sus poemas de amor y de deseo.
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                Poco a poco, escampó. Los malos tiempos estaban empezando a quedar atrás. Y de nuestros mástiles desaparecieron aquellos papelillos con flecos que solo el viento o las manos de los niños arrancaban. Lucían nuestros troncos negros de hierro fundido limpios de cualquier adherencia. Quedaron libres de aquella liviana carga tan gravosa y llegó la primavera. Los castaños de Indias que crecen a nuestro lado se cuajaron de hojas, de flores, de erizos. Su follajes nos abrazaban hasta casi ocultarnos y de noche, al encendernos, parecía que el alma del árbol se transparentase y fulgiese en la oscuridad del parque. Como en un cuento de Oscar Wilde.

                Y fue también de noche cuando una mano febril, obsesiva, la mano impaciente de un iluminado pegó en todas nosotras un pasquín en el que el apocalipsis, la gran conjura universal y destructora tomaba nombres y apellidos. Ninguna de las plagas que van a acabar con el mundo ha sido omitida. Un Armagedón orquestado por oscuras fuerzas. Los ordenadores en rebeldía letal, el agua fluorada de las fuentes, los transgénicos y las vacunas, los ataques terroristas amparados bajo falsas banderas, el protocolo de los homosexuales, el reinado del Anticristo... todas las formas del mal, los peores augurios asociados al planeta misterioso, estaban, negro sobre blanco, impresas en aquellas hojas anónimas que, como una enfermedad contagiosa, como una lepra, se han adherido a nuestros fustes. Ahí están las fotografías que no permitirán afirmar que mentimos.

                Abrumadas por la responsabilidad insoportable de ser los heraldos negros del fin, hemos decidido doblar nuestra rígida cerviz y oscurecernos para siempre. La noche total de calles y parques. Que no cuenten con nosotras. Definitivamente, están locos estos humanos.



















miércoles, 24 de agosto de 2016

CÁPSULA



                -¿Cómo se ha encontrado desde la última visita?

                -Bien. Francamente bien.

                -¿Ha vuelto a reproducirse alguno de los síntomas?

                -No. La verdad es que no.

                -Creo, entonces, que ha llegado el momento de suspender la medicación.

                El paciente acusó el golpe. Volver a vivir sin aquellas capsulitas de liberación prolongada se le antojaba una tarea superior a sus fuerzas. Sus ojos implorantes no encontraban destino. El médico trató de ayudarlo: apartó la vista del ordenador y lo miró abiertamente. Sonreía.

                -A ver, Manuel. La mejoría es evidente, salta a la vista...

                La voz dudó un momento, se desvaneció dejando algo en suspenso. Como si temiera no poder resistirse a seguir hablando.

                -Está curado -continuó-. Y todo el mérito recae en usted. Quizá no debiera decirle esto: lo que ha estado tomando es un placebo. Ya sabe, una sustancia inocua, que no hace nada, ni bueno ni malo.

                La explicación sobraba. Sabía lo que era un placebo, no era tan ignorante. Quizá habían estado experimentando con él sin saberlo. A una cohorte de sujetos se les da el principio activo, a la otra algo neutro. Y a ver qué pasa. Pero no era eso lo que peor le sentaba. Lo que le dolió en lo más profundo era darse cuenta de que lo habían tratado como a un impostor que se inventa enfermedades. Su dolor y su incapacidad habían sido reales, demasiado reales. No lo habían tomado en serio, como si fuera un neurótico que no hace diferencia entre la realidad y sus propias ficciones negativas.

                -No hay por qué enfadarse. Es algo habitual. Se sorprendería de saber cuántas veces lo que los pacientes toman no son  más que excipientes, compuestos inactivos. Créame, lo que de verdad nos cura es nuestra propia mente.

                -¡Y una mierda bien grande! -gritó, exaltado.

                El médico se alarmó, dispuesto a activar en cualquier momento el botón antipánico de su ordenador si la violencia verbal degeneraba en física. Pero no hubo necesidad. El paciente se relajó. Su rostro adoptó una expresión beatífica que, casi imperceptiblemente, como en pequeños tics, derivaba hacia una mueca vacía en la que la mirada había perdido cualquier emoción. Suficiente para replantearse el diagnóstico, pensó el doctor.

                - No sé, en todo caso, ahora no tendría mucho sentido seguir con este tratamiento...

                El paciente ya no lo escuchaba, se había levantado con brusquedad, sin despedirse. Dio un portazo al salir. El médico respiró profundamente. Se rascó nervioso la coronilla, allí donde los pelos empezaban a ralear. De súbito, la puerta se abrió de nuevo y el paciente asomó su cabeza.

                -Verdad por verdad, doctor. Lo cierto es que nunca  tomé lo que me recetaba. Tiraba las cápsulas por el váter.


                La uña del dedo índice del doctor aún estuvo un buen rato ensañándose con una pequeña protuberancia de grasa en ese claro, cada vez más extenso, en lo alto de su cabeza.

martes, 16 de agosto de 2016

SABINAS

                        


                                          Subir a las mesetas donde el cielo es más leve,
                              Alentar en los páramos sembrados de peñascos,
                              Basta para entender vuestro amor al triángulo,
                              Imposible deseo de penetrar el tiempo,
                              Nostalgia de otra tierra más fértil, menos hosca.
                              Aunque el mundo acabara, víctima de un delirio,
                              Regresaríais dispuestas a comenzar de cero.








domingo, 7 de agosto de 2016

LA NAVAJA DE OCKHAM



                Creo que soy el último barbero de la ciudad. Rapadores, peluqueros, estilistas, teñidores, achicharradores de pelo y cosas así hay muchos. Pero hombres que se dediquen al antiguo y literario oficio de arreglar barbas ya no quedan. Por eso mi establecimiento se ha convertido en un reducto adonde acuden los que quieren que su barba, atributo de masculinidad e hidalguía, sea tratada como se merece. 

             Heredé de mi padre el oficio y el local, y nada he cambiado desde entonces. Eso me diferencia. El mismo mobiliario, los mismos útiles, los mismo carteles publicitarios trasnochados, los mismos espejos con el alinde deteriorado, los mismos –o parecidos- productos. Mis clientes me son fieles porque la piel de su cara tiene memoria; algunos han intentado cambiar, seguir el curso de los tiempos, pasarse a la maquinilla desechable o a la eléctrica, pero pronto vuelven añorantes o con sarpullidos. Mis navajas de afeitar se suavizan todos los días, mi jabón es espeso como merengue, untoso; mi loción, que he de importar de países musulmanes, tiene la consistencia y el aroma varonil de quienes no tienen que pedir perdón por lo que son. El masaje mentolado, la preparación a base de abrótano macho para los de pelo ralo, las cachetadas finales en el mentón y la mejillas antes de retirar el paño protector… forman un ritual del que no resulta fácil desprenderse. Y luego está la conversación, el trato exquisito, la distancia justa. La aristocracia de los pequeños gestos. 

                  En mi barbería es fácil sentirse un señor y para ello no es preciso que yo me vuelva baboso o estirado. Esa es una de las mayores dificultades con que me he encontrado en mi negocio: encontrar empleados que tengan el secreto de la cortesía, de la afabilidad, que sepan estar cerca sin atosigar y sin permitirse excesivas confianzas. Por eso trabajo solo desde hace años. Tocarle a alguien la cara con frecuencia no deja de ser un gesto de estricta intimidad pero hay que saber manejar esta ventaja con extremo cuidado para no resultar impertinente. Ni siquiera a mi hijo he sido capaz de trasmitirle esa habilidad: ha acabado dedicándose a vender productos de cosmética.

                Podría decirse que soy feliz en mi trabajo si no fuera por un pequeño inconveniente. Mis clientes son cada vez más viejos. No debería quejarme, es ley natural y a mí me ocurre lo mismo (últimamente he notado algún premonitorio temblor del pulso), pero se agradecería un poco de renovación, de juventud, de aire fresco. Mis clientes se vuelven maniáticos, se repiten en sus conversaciones, me cuentan lo mismo todas las semanas y eso acaba produciéndome fastidio. Por no hablar de que cada vez resulta más difícil perseguir sus escasos pelillos  por los pliegues de sus pellejos arrugados.

                De todos ellos, el que más me incomoda es don Manuel, catedrático jubilado de filosofía de un instituto de la ciudad. De joven ya era bastante redicho, pedante y con tendencia a escucharse a sí mismo. Con la edad esta verborrea se ha agudizado hasta resultar insoportable. Sus monólogos se han vuelto más y más absurdos, descoyuntados. Se cree el dueño de la verdad y para demostrarlo entreteje sus razonamientos con citas de autores clásicos. Tiene el remedio para todos los males que aquejan a la humanidad y no soporta que, entre los poderosos, nadie le haga caso, nadie recurra a él como supremo consejero.

                Yo apenas tengo estudios, es verdad, pero quien sabe escuchar acaba aprendiendo. No tolero fácilmente esos aires de seguridad con los que quienes se creen sabios desprecian a los iletrados, y don Manuel muy frecuentemente acaba con mi paciencia. Poner nervioso a un barbero es poco recomendable
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                El penúltimo día que vino por aquí empezó a disertar sobre lo complicados que están los tiempos, cómo cada vez más la apariencia oculta la realidad, sobre lo fácil que sería todo si se dejara que los filósofos condujeran el mundo.

                -La República de Platón y la navaja de Ockham: esa es la receta para todos los problemas, Mauricio –y don Manuel, forzando un poco los ojos para no torcer la cara mientras le adecentaba y le teñía su bigotillo de falangista intelectual, me observaba con condescendencia, como diciendo: “¡Tú que vas a entender de esto, inculto rapabarbas!”. Aquella mirada me ofendió, es cierto; no me la merecía después de tantos años y no me la esperaba, ni siquiera de él. Además, yo sé quién es Platón y algo se me alcanza de sus idealismos, de la caverna y esas cosas. En cuanto al otro, si he de ser sincero, su nombre me sonaba a futbolista. Pero no dije nada.

                Ya en casa busqué en internet y allí, sin insistir demasiado, encontré algo sobre la navaja de Ockham y algo entendí. Era una cuestión de orgullo, máxime tratándose de un objeto que forma parte, yo diría que básica, de mi instrumental.

                Esta mañana, como todos los lunes, muy temprano, don Manuel ha entrado en la barbería a hacerse la barba. Estaba yo recorriendo con suma precaución la piel descolgada en torno a su nuez –esa nuez suelta y errática de los viejos- cuando, aprovechando uno de sus escasos y obligatorios silencios, le he soltado:

                -A propósito, ya sé lo que es la navaja de Ockham, don Manuel. Lo miré en internet- No me avergonzaba de mi ignorancia anterior porque me sentía seguro en mi sabiduría recién adquirida.

                -Ah, ¿sí? –y volvió a mirarme con condescendencia, mezclada esta vez con un poco de asombro- ¿Y qué has sacado en claro?
 
                Demoré la respuesta. La navaja corría ahora por el cuello en busca de pelos rebeldes, marginales, bravíos. Esos pelos solitarios, extrañamente negros, ensortijados y anárquicos de los viejos. La hoja, reluciente y bien afilada, se deslizaba no muy lejos de la oreja por encima de la piel que cubre la yugular. Casi podía notar los pulsos de la sangre.

                -La navaja de Ockam es, como si dijéramos, la forma más fácil que existe de acabar con un problema. De un tajo, como si dijéramos.

                Me recreé en la zona, imprimiendo sutiles vibraciones, un no sé qué de desvarío al ángulo del corte, a la presión sobre la piel. La nuez subía y bajaba, como un ratón atrapado en un tubo.


                Algo nuevo debió de sentir don Manuel, algo que no había sentido nunca en tantos años. Sin duda su piel le envió algún mensaje de alarma porque volvió los ojos hacia arriba. Su mirada era la de un cordero degollado, la de alguien que ha alcanzado el simple y supremo conocimiento del último pánico.

martes, 2 de agosto de 2016

AZUCENAS



... el olor a azucenas de una tarde de junio.

(Una tarde, el jardín,

la infancia recortable,

por milagro salvada

en el panteón volátil de los sueños).

(De En la montaña mágica)















 N.B.: Estas azucenas han florecido en julio. Los bulbos procedían de Holanda y apenas huelen. 
 Lo siento, Proust. Recuperar la infancia es tarea dificultosa.