martes, 27 de septiembre de 2016

BALADA DE OTOÑO




Nada es más apacible
que perderme contigo
en un bosque de otoño,
cuando el aire se entibia,
la luz se nos desmaya
y nuestros pies avanzan inseguros
transitando
el sueño de la tierra.
Parece que por fin sucederá
ese rapto de paz y de armonía
que nunca supimos explicarnos.
Esperamos el canto
de un pájaro quimérico,
un instante de gloria, ese relámpago
que nos rompa la vida y nos transporte
a un aura de eterna levedad.
Pero estamos en un claro del bosque,
rodeados de árboles atónitos,
o a la orilla de un río, cautivados
por el enigma de sus aguas verdes
y el tacto de tu mano me recuerda
que el milagro mejor,
el vuelo más ansiado
es dejar que el otoño nos sorprenda
juntos, en cualquier sitio, 
con su beso de luz madura y sabia.

jueves, 22 de septiembre de 2016

sábado, 17 de septiembre de 2016

EVOLUCIÓN


                   De pequeño, su madre lo llevaba a ver las luciérnagas que fosforecían a la orilla del camino en las noches de verano.


                  Ahora, corriendo por el mismo camino, ansía capturar una pokemon Illumise en la pantalla de su móvil.



martes, 13 de septiembre de 2016

LA CEBOLLA



                Había sido un día muy duro en el campamento y lo que debería apetecerle a aquellas horas era ducharse como buenamente pudiera y tomarse una cerveza bien fría -si es que ese milagro era allí posible- con algunos compañeros en el bar del hotel. Con un poco de suerte acudiría también la cooperante italiana de ojos de cierva alegre con la que había soñado tres noches seguidas y a la que aún no se había atrevido  a hablar a solas. Pero, sin saber por qué, cambió de opinión.

                En lugar de dirigirse a la zona residencial enfiló el todoterreno en dirección contraria, allí donde aquella ciudad destartalada y anárquica se rendía a su verdadero ser: una sucesión de precarios habitáculos en barrios sin asfaltar, mercadillos improvisados y, casi sin transición, abigarrados montones de basura que aún tenían algo que entregar a los rebuscadores. La carretera pronto se degradó en pista. Una barrera de aspas con alambre espinoso le hizo detenerse. Enseñó su acreditación y la documentación del vehículo a un soldado de aspecto hosco, mal afeitado, de uniforme raído y fusil impaciente que lo dejó pasar, un poco extrañado, no sin advertirle de que a partir de allí la zona no era segura.

                Le costó un buen rato deshacerse de aquella mancilla en el paisaje: la presencia humana desperdigada en múltiples formas de ocupación. Pero al fin el campo desnudo se mostró ante él con la fuerza de los paisajes íntegros, como en la llanura castellana. La tierra era rojiza, el coche levantaba nubes de polvo, una bola que lo envolvía y le producía la sensación de estar en una nave espacial viajando dentro de una estela mágica y protectora. De vez en cuando alguna acacia escuálida abría sus brazos en pose resignada de petición o asombro. Le pareció distinguir tras una duna el raudo y elegante trote de un antílope. Cernida por la polvareda, la luz crepuscular formaba torbellinos, perturbaciones que le recordaban a esas imágenes recreadas por ordenador que simulan tormentas estelares.

                Se detuvo cuando el paisaje se volvía pedregoso y el sol, extrañamente nítido, rozaba las crestas del horizonte. En aquella tierra los atardeceres eran... (se demoró unos  segundos buscando la palabra adecuada) grandiosos, como si el país quisiera entregar lo mejor de sí mismo y liberarse, así fuera durante un breve lapso, de su inmensa desgracia. Fuera del todoterreno el calor monótono del día, esa atmósfera sedienta de las mesetas, el bordoneo pegajosos de los insectos, se empezaban a aliviar con una brisa que soplaba desde algún lugar menos inhóspito.

                Todo el mundo era para él solo en ese momento. Se sentó sobre una piedra, al borde de una quebrada por la que en algún momento que ahora se antojaba muy remoto, antes de las sequías reiteradas de los últimos años, discurría un cauce de agua. No  veía ningún poblado en la distancia, aunque captaba en el aire esa vibración sutil de lo habitado. El zumbido, por momentos insoportable, del mal ajeno, de la miseria, la enfermedad y la guerra, se había acallado en sus oídos y una colada de paz, como solo la tarde puede traer, se vertía desde el disco rojo, languideciente, hasta sus ojos.

                Algo se aproximaba, no sabría decir si era una presencia física o una ráfaga invisible de bienestar. Era demasiado joven para saber que hay cosas que no caben en una pantalla, que solo se pueden guardar en el archivo secreto de las emociones incomunicables, por eso sacó el móvil, estiró el brazo y se dispuso a autofotografiarse con la llamarada fulgurante a sus espaldas. Mientras buscaba el encuadre sintió el movimiento de una imagen pasajera. Buscó con la mirada y surgiendo detrás de una mata escuálida aparecieron: primero el niño, que tiraba con fuerza de algo, detrás la cabra que sostenía entre sus dientes una presa que no estaba dispuesta a soltar. Poco a poco la escena se concretó: el niño y la cabra peleaban por una cebolla.

                De momento la disputa estaba en tablas: del niño era el bulbo, el animal se había hecho fuerte apretando el tallo entre sus mandíbulas. Podrían haber llegado a un reparto equitativo, pero ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder, como si más que de un pedazo de comida se tratara de una cuestión de honor. Un combate elemental con dos luchadores entregados a una épica hermosa y primitiva. Ambos se movían con pareja agilidad, con idénticas ansias, borradas las diferencias de especie por el instinto vigoroso de la supervivencia.

                El muchacho lo miraba de vez en cuando, sudoroso, con una sonrisa de nieve estampada en su rostro oscuro. La cabra lanzaba tarascadas enérgicas sirviéndose de sus cuernecillos. No quiso intervenir en ayuda de ninguno de los dos contendientes: hubiera sido un ultraje a la hermosa simplicidad de aquella guerra.

                Esto tampoco cabe en una foto, pensó. Si la compartiera, nadie me entendería.

                Del sol apenas quedaba un vestigio inflamado. La oscuridad avanzaba cautelosa desde las montañas. El niño dio un grito de triunfo. Una patada en la cabeza de la cabra había acabado con su obstinación. Ahora, empinada sobre sus patas traseras, ramoneaba resignada en un arbusto espinoso casi completamente repelado de hojas. Victorioso, el niño se acercó a él, mordisqueando la cebolla. Cuando llegó a su lado, se la sacó de la boca y le ofreció.

                -No, gracias -negó en inglés. Y reforzó la negativa con un movimiento de cabeza
.
                El niño no pareció decepcionado. Se guardó la cebolla en el bolsillo de su pantalón, abrió los brazos y le regaló el abrazo más inesperado, más estremecedor que  nunca recibiría.  En aquel contacto fugaz le llegaba la amistad de la tierra, el perfume puro de la vida, una alegría original que hasta entonces no había conocido, la certeza memorable de que el contento de existir puede encarnarse -aunque solo sea por un rato- en una cebolla ganada en buena lid o en el abrazo gratuito de un desconocido.


jueves, 8 de septiembre de 2016

APOCALIPSIS

      "Ya no nos quedan más inicios", constata, desolado, G. Steiner. De lo que sí nos queda abundante reserva, al parecer, es de idiotez apocalíptica, de anunciados finales. ¿Cuántas veces se ha profetizado el fin del mundo? ¿Cuántas veces se ha recurrido a Nostradamus para anticipar el  cataclismo definitivo? Soy de los que piensan que el fin del mundo será un día como cualquier otro, que no hacen falta asteroides, ni lunas de sangre, ni el calendario maya. Solo tenemos que preguntarnos por qué las golondrinas llegan cada vez más tarde y por qué los niños prefieren cazar "pokémon" a conocer la inagotable variedad de las mariposas. El penúltimo fin del mundo está, en efecto, previsto por el nuevo oráculo que es la Red para este mes de septiembre, parece ser que el día 23.

         Al comienzo de este milenio, cuando se hablaba de un colapso absoluto de nuestra civilización achacable a los ordenadores escribí un poema que ahora rescato:


 La visita del ángel


Vuelve a tu cielo, ángel.
No toques estos muros
Con tu sombra de llama.
No cruces la frontera
De este silencio antiguo
Con palabras hostiles,
Con pezuñas airadas,
Con palomas de niebla.
Guarda para otro cuerpo
El beso de la luna.
Guarda para otro pecho
El témpano que brota
del filo de tu espada.
No fatigues el aire
Con vuelos repentinos,
Con deslizar de alas,
Con olas que has hurtado.
Jinete en tu caballo
Del color de un eclipse
Estás perdiendo el rumbo,
Malgastando tu hechizo
De adolescente equívoco.
No intentes anunciarme
Con ruido de trompeta
La muerte de la música,
Ni el fin de la deriva
De las islas heladas
Hacia la luz del  trópico.
Sabes que no me importa
Sufrir otros mil años
De exilio en los eriales
Espléndidos del tiempo:
Mi verdadera patria,
Mi única certeza,
El jardín del incrédulo.
No creo que la lluvia
Tenga que arrepentirse
De nuevo en Hiroshima,
Ni que se cierre el círculo
Fugaz de la belleza
Sobre un paisaje sórdido
De mares sin perfume.
Confío en el retoño
Del árbol solitario
Y en la secreta fuerza
De los héroes cansados.
La vida que me importa
Cabe en una maleta
Y estoy dispuesto al viaje.
Las flores que me nombran
Crecen en un abismo
De piedras sin memoria.

Vuelve a tu cielo, ángel,
Con la conciencia turbia
De la misión fallida.
Y llévale un  mensaje
Al señor de las ruinas,
Al príncipe del caos.
Es todo muy sencillo:
Sobrevivo en mi noche
Como un dios de mentira.
Lúcido como el astro
Que muere mientras brilla.