jueves, 30 de junio de 2016

PURO TEATRO



                Mis padres eran unos excelentes actores de teatro. Los dos.

                Si me obligaran a preferir a uno de ellos, escogería a mi madre por su constancia y la ausencia total de énfasis en su trabajo. Sus interpretaciones eran veraces a más no poder y ello no parecía exigirle demasiado esfuerzo. Sobria de gestos y de palabras, mantenía la ficción con mínimo gasto y máxima eficacia. Su especialidad eran los personajes de mujer tradicional, modosa y cálida, ansiosa de encontrar un marido al que entregarse y de formar una familia. La típica chica de clase media que tiene muy claro su objetivo en la vida y no se aparta de él: la madre perfecta. Ahí lo bordaba. Y conseguía sacarle todo el partido a un papel tan poco lucido, tan ingrato en cualquier obra. Era imposible no creerla. Con los años se fue enriqueciendo de matices, aportando la sutileza que solo da la experiencia. Y el quiebro imperceptible, la leve insinuación de malicia o impostura con la que a veces sazonaba su actuación, no hacían más que reforzar la impresión de estar asistiendo a una escena de la vida real.

                Mi padre era distinto, tanto en técnica como en carácter. Como si hubiera estudiado en una escuela de actuación menos atenta a la verosimilitud que a la pasión. Amaba los grandes gestos y las grandes palabras. Sobreactuaba con frecuencia, tendía al histrionismo, al recurso fácil, a la dramatización subrayada. Disfrutaba a partes iguales acariciando y golpeando sobre el escenario. Lloraba y reía desaforadamente, a raudales. Buscaba el aplauso fácil, la lágrima fácil, el dramón. Resultaba espectacular pero no conseguía privar del todo a su público de una sensación de engaño trabajosamente disimulada. El contraste con mi madre era tan evidente como arrebatador. Mezclaban a la perfección; formaban un dúo que empastaba sus voces hasta lograr una fusión única, irrepetible.

                Es una pena que yo no haya sido consciente hasta muy tarde de cuán grandes intérpretes tenía en mi casa. Ya nada tiene remedio y  me he educado con esa penosa ignorancia que me ha impedido aprender de ellos. Sería cruel para con mis propios recuerdos si  empezara ahora a dudar de la felicidad, del ambiente de armonía familiar en que crecí, de esa comedia rosa que ellos se esforzaban en representar para mí.

                Mi padre murió hace años y se llevó el secreto del oficio a la tumba.

                Mi madre murió ayer. Sus últimas palabras, en la que se condensa todo un tratado de la interpretación, fueron:

                -Llevo odiando a tu padre desde nuestra noche de bodas. Pero no quería que te enteraras.


                Qué pena que su público fuera tan reducido. Qué pena que ya no puedan escuchar mis aplausos.

sábado, 25 de junio de 2016

AMAPOLAS

A SALVO DE HERBICIDAS
prolifera lo inútil, lo imprevisto,
el capricho del viento,
el desahogo ínfimo del pájaro.
No haya edén, dijo un poeta
que hace tiempo vivió entre nosotros.
A veces hemos visto extraños sortilegios,
ceremonias con brujos y tam-tam
en torno a un corazón recién callado
en el arcén. Experta en el derroche
confuso de la sangre, presenciabas la escena indiferente,
ajena a la cruel analogía.
Taludes y escombreras
escatiman el sol de tu jornal,
el pago merecido al adorno que regalas
para engañar el múltiple abandono, la desolada linde del estiércol,
simulando furor de primavera en la chatarra.
Incluso en los solares
tapizas los deseos clandestinos
-siempre la carne apeteciendo sombras-
cuando los cuerpos tristes se niegan al hastío.
Privilegiado afán de resistencia,
colonizas los ángulos más ciegos
de los campos sagrados, allá donde una fosa
es tan solo un indicio de tierra removida,
fauces de excavadora que ya casi nos nombra;
sin estar invitada engalanas sepelios de tercera,
crespones gratuitos en homenaje
a muertos muy civiles.
Y qué reconfortante tu venganza
en trigales remotos,
rubor de la mies, diseminado
como plaga u olvido oculto en la semilla verdadera.
A veces te interrogan sagaces policías
por el último espanto de unos ojos,
casi siempre mujer, tal vez adolescente,
Ofelia de suburbio en lecho de hierbajos,
y enmudeces de pronto, cómplice de lo turbio...

Huésped de los ribazos, sigue creciendo al margen,
invade los jardines más monótonos,
especula en el caos,
haz peligrar las plusvalías de la tierra,
arruina de color la pálida cosecha asegurada.
No haya edén, amapola, 
si ha de ser roturado y por decreto.

                                         (De  No haya edén, amapola, 1998)






miércoles, 22 de junio de 2016

ÚLTIMA NIEVE (Anuncio por palabras)







Por liquidación de existencia
y Fin de Temporada
SE REGALA
la última nieve en Cebollera














domingo, 19 de junio de 2016

SALA DE ESPERA



                Muchas veces había estado tentado de cambiarse a la sanidad privada, exasperado por la informalidad de las citas en la sanidad pública. Nunca respetaban la hora que le habían dado y no había forma tampoco de adivinar cuánto sería el retraso. A pesar de su condición de enfermo aprensivo que necesita periódica y puntualmente algún remedio farmacológico, algún placebo, alguna prueba diagnóstica, o al menos esas palabras de su doctora que despejaban la negras brumas de una imaginación catastrofista, el sistema lo trataba como a un advenedizo, sin  mostrar con él la mínima consideración debida a un paciente entregado.

                Su mente matemática había tratado de buscar un patrón, algún modelo estadístico capaz de introducir un mínimo atisbo de certeza en el imprevisible curso de los aplazamientos. No podía resignarse a aquella caótica demora en los horarios, tenía que haber alguna forma de someter a norma sucesos aparentemente azarosos. En concreto para hoy, tras analizar diversos factores (la climatología, la programación televisiva matinal, la prevalencia de la epidemia de gripe, el hecho de ser lunes, los últimos cambios en la normativa laboral...) llegó a la conclusión de que el cómputo global de  desfase acumulado a la hora en que él tenía la cita rondaría los cincuenta minutos. Se presentó, pues, media hora después de la que tenía señalada con la seguridad de que aún le tocaría esperar. "Más de un cuarto de hora", calculó para sus adentros con el resuello fatigado, mientras se obligaba a subir a andando al cuarto piso del centro de salud
.
                Fue consciente de su error de cálculo al ver la sala de espera vacía; vacía como si una epidemia de vigor se hubiera apoderado de todos los jubilados de la ciudad, como si una ola de entusiasmo hubiera hecho desaparecer a todos los solicitantes de una baja laboral. Hasta los enfermos crónicos, con los que cruzaba un furtivo saludo de reconocimiento, algo así como el  secreto signo del pez de los antiguos cristianos, le habían fallado. Llegó a añorar lo que siempre le había molestado tanto: ese microcosmos enfermizo de quienes aguardan en la antesala del médico, con sus conversaciones deprimentes, sus silencios de mal agüero, la extraña apatía de los niños, la animación fingida de los habituales, el empecinamiento de algunos en zambullirse en la irreal normalidad de la pantalla del móvil.

                Entró en pánico. Todo su día giraba en torno a esta visita consoladora. No podía imaginarse el futuro sin esos minutos reconfortantes de confesión ante su médica que terminaban, invariablemente, cuando ella le extendía, dadivosa y comprensiva, una receta. ¿Era posible que algún suceso apocalíptico hubiera alterado el discurrir de los acontecimientos a una escala que él no lograba imaginar y que la consulta no tuviera lugar ni hoy ni nunca más? Una llamarada de frío horror le subía del estómago. Solo logró tranquilizarse cuando, a la llamada angustiosa de los nudillos de su mano derecha sobre la puerta, respondió desde el otro lado una voz conocida:

                -Espere su turno, por favor. Estoy ocupada.

               Hojeó una desgastada revista sin llegar a leer nada. De atrás hacia adelante y al revés. Varias veces. No buscaba distraerse con la lectura, ni siquiera con las fotografías que iban pasando rápidamente ante sus ojos; era el movimiento ágil de los dedos y el ruido seco de las hojas lo que necesitaba para aplacar su ansiedad. Desde dentro de la consulta le llegaba un murmullo amortiguado en el que la voz de su doctora se entrelazaba con otra voz de mujer y con el llanto monótono, pertinaz, de un bebé.

                Al fin se abrió la puerta. Salió una chica joven con una niña de pecho en brazos. En un primer vistazo advirtió en ella a la madre primeriza que ha volcado todo su amor, toda su capacidad de protección y cuidado en una criatura. Vestía con ropa holgada, colorista. Daba la impresión de ser una de esas  campesinas improvisadas que se han instalado en las comarcas abandonadas y han adoptado una forma de vida franciscana. En la sala desierta la mujer buscó con los ojos y no tardó en posar sobre él una mirada sonriente.

                -No te importa, ¿verdad? -el tono de familiaridad, el tuteo, no resultaban violentos en ella y desarmaron, sin que él fuera consciente, cualquier conato posterior de resistencia. Le tendió el bebé como quien invita a compartir un pedazo de paraíso.

                Instintivamente se contrajo, apretó los brazos contra el pecho en ademán de defensa. Alguna vez, hacía mucho tiempo, su hermana había tratado, ilusionada, de que sostuviera a su primer hijo recién nacido y más tarde, cuando el bebé ya tenía algunos meses, volvió a ofrecérselo, pero él siempre se negó sin pensar. El miedo a lo desconocido, a su propia torpeza, a la fragilidad dolorosa que emanaba de esos seres pequeños, a medio hacer, lo atenazaba siempre. Temía que su primer -y por entonces único- sobrino se le escurriera de entre las manos y se le rompiera. Que se le quebrara el cuello inmaduro. O peor, que arrancara a llorar inconsolablemente al acercárselo a la cara y le revelara su verdadera condición de monstruo.  ¿Y qué decir en esos momentos? Esas frases ñoñas, esas palabras deformadas, falsamente infantiles, esa entonación claudicante. Se sentiría ridículo bajando a ese registro irracional del lenguaje.

                Su hermana acabó por desistir y a partir de entonces en la familia hubo un acuerdo tácito. Para no incomodarlo, quizá para no avergonzarlo y provocar su irritación, nunca más se le brindó la ocasión y ninguno de sus sobrinos pequeños le fue confiado.

                Y ahora una desconocida le entregaba sin ningún miramiento a su lloroso tesoro y él, tras un primer ademán de rechazo, sumisa, bobaliconamente, estaba acogiendo entre sus brazos aquel cuerpecillo tembloroso que emitía una tibieza dulce e irresistible, un olor antiquísimo y nutricio. Los ojos de la pequeña se clavaron en él, curiosos, inquisitivos y, en una transformación que a él le resultó maravillosa, cesó su llanto.

                -Necesito las dos manos para hacerlo- explicó la madre.

                Solo había visto algo semejante en algunos documentales de sobremesa y se sorprendió contemplándola con ojos de turista. Vagamente la escena le recordaba a alguna campesina indígena que se aprestaba a ir al mercado a vender los productos de su huerto con su hijo pequeño colgando de su espalda. Quizá un tuareg enrollándose el turbante azul alrededor de la cabeza. Una mujer hindú vistiéndose con su sari de fiesta tradicional. Un torero enfundándose su traje de luces antes de salir al ruedo. Ese complicado nudo de la corbata que seguía siendo incapaz de anudarse. La madre empezó a colocarse alrededor del torso y la cintura una larga tela -un rebozo portabebés, precisaría ella- siguiendo un ceremonial bien memorizado.

                No tuvo necesidad de hacer muecas, ni de pronunciar palabras, de insinuar mimos ni carantoñas, mientras la mecía suavemente. La niña parecía contenta y satisfecha entre sus brazos, sin exigirle nada, como si hubiera descubierto algo dentro de él, una fuente secreta de ternura que solo ella había sido capaz de aflorar y de la que sorbía lentamente. De vez en cuando la madre los miraba y sonreía.

                - Ya está -dijo ella, extendiendo los brazos.

                -¿Ya? - hubiera querido decir él. 

                 Por un segundo, tuvo la conmovedora percepción de que el pequeño cuerpo se resistía a despegarse del suyo.

                Dentro del marsupio recién acondicionado la niña lo siguió mirando, torciendo su cuello inmaduro, mientras se alejaban. Él lamentó su maldita timidez, la lentitud de reflejos: no le había preguntado a la madre el nombre de la pequeña. No quería que aquel recuerdo fuera anónimo. Se consoló pensando que, con un poco de suerte, quizá se las encontrara alguna vez por la calle en día de mercadillo, cuando bajaran del pueblo a aprovisionarse o a vender productos del huerto.


                Desde la puerta de la consulta, la doctora, con un gesto complacido que él nunca le había visto, lo invitaba a pasar.

martes, 14 de junio de 2016

SOMBRAS (II)







                                                                          "¿Adónde el camino irá?
                                                        Yo voy cantando, viajero,
                                                         a lo largo del sendero...
                                                         -La tarde cayendo está-."

jueves, 9 de junio de 2016

SOMBRAS (I)





                                                         Autofoto crepuscular: Contra el paredón.

viernes, 3 de junio de 2016

OCENILLA





El cielo se enturbia
con islas de ceniza.
Una tarde de enero, un sábado improbable,
a la hora irreal de las ovejas
que regresan antiguas y alegóricas
hasta el tibio sopor de las majadas.
Es cierta la luz
y ciertos también sus atributos
pero cuesta creer en esta imagen
que el día muriendo nos ofrece.
Asombra la paz que cae sobre el campo
como emoción sencilla.
Hay otros signos esparcidos,
presencias sutiles en el aire,
dibujos azarosos que la tarde
no se atreve a mostrar abiertamente.







miércoles, 1 de junio de 2016

LUNA DE MAYO








                                                                                         El abrazo imposible