viernes, 27 de mayo de 2016

JÍCARA



                 
                Poco a poco, quizá voluntariamente, había ido adquiriendo  ese "aspecto indefinido" del capitán Riavovich, el protagonista de "El beso", de su muy querido Chéjov, hasta llegar a ser un hombre incurablemente melancólico, sin aspavientos, un viejo funcionario, un empleado del Gobierno en una provincia oscura y deprimida, casi despoblada, sin nadie a quien confiar su dolor. No tenía futuro, el presente se le desvanecía entre los dedos como una piedra enferma. Y lo que es peor, eso -el no tener presente- le había ocurrido siempre, desde que se acordaba, y por eso ahora no tenía un pasado, un pasado añejo y reconfortante del que beber, sorbo a sorbo, en las tardes de fiesta, diluido en un gintónic. No le apetecía nada enfrentarse otra vez a su trabajo, contemplar los rostros obtusos, lejanísimos, de sus alumnos, vaciar sobre ellos su volquete de palabras rutinarias.

                Siempre las mismas calles, los mismos pensamientos - una verbigeración incontrolable- asociados a los muros sucios, a las fachadas sin alma, a esas zapatillas colgadas del cordón de la luz, a los tallos de las farolas saturados de ofrecimientos. Muchas empresas de albañilería que arreglan tejados, como si un viento huracanado se hubiera llevado las tejas de los edificios baratos de la ciudad. Mujeres formales y con experiencia en el cuidado de niños pequeños y ancianos enfermos, como si la ciudad sufriera un capricho demográfico de principios y finales. Esa horrible lámpara en la tienda de electricidad: la bombilla sujetada por un alienígena de pega fumándose un porro. Pintadas con frases que ofendían a la vista. El vómito sanguinolento en la esquina del pub, los viernes. No era sano soportar tanta zafiedad, día tras día, sin un horizonte alternativo. Sí, tenía la música, los libros, amigos vagamente lejanos, su imaginación antaño llena de dulzura, pero se había acabado el tiempo juvenil de los hallazgos; las palabras y las melodías habían envejecido con él, se había gastado su caudal de sorpresa y, todo lo más, aliviaban su proteica desazón en  tardes especialmente difíciles como una tisana confortante e insípida.

                Algunas noches, para entretener la larga espera del sueño, redactaba mentalmente cartas delirantes dirigidas a un alcalde menos prosaico que el actual regidor de la ciudad y lo animaba a cambiar la fisonomía del barrio por arte de magia, a asombrarlo en su invariable trayecto con un trazado diferente cada día, con edificios nuevos de cristal, con tiendas elegantes a la última moda o comercios antiguos, de cornisas decoradas con letras de tipografía modernista y largos mostradores de madera, con parques donde los árboles no proclamaran su mezquina existencia cada primavera, con transeúntes alegres como figurantes de una comedia musical americana. No costaría tanto pintar de otro color las ventanas, escribir en los muros fragmentos de poemas, echar tierra sobre el asfalto para que volvieran a circular carruajes tirados por caballos o colgar adornos de fiesta medieval de un lado a otro de las calles. Pero la realidad es una indeseable obstinada y no se deja transformar por las ensoñaciones de un insomne. La mañana siempre regresa con su cargamento de frustración
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                ¿Para qué soñar arduamente? Le sería más fácil cambiar el aburrido itinerario, dar un largo rodeo por callejas secundarias para llegar al instituto, hacer lo posible por no repetir nunca la misma ruta. Cada día una versión diferente del camino aunque eso implique tardar mucho más en llegar. Quizá serviría al principio, pero las posibilidades de evitar la monotonía son muy limitadas en una ciudad de plano tan reducido y el resultado final nos devuelve a la casilla de salida con la dolorosa sensación de haber perdido el tiempo y de haber extendido la mancha negra del hastío por calles y plazas hasta ese momento incontaminadas.

                Poco antes de llegar, en un paso de cebra, tropieza con una paloma callejera que va espigando migajas, a la rebusca de esos restos de chucherías que se les caen de las manos a los niños. Está como aturdida, desorientada, tiene un aspecto lastimoso. Da la impresión de ser vieja, de estar enferma y desvalida, irremediablemente sola en medio del tráfico. Las plumas están ajadas, despeluzadas, sobre todo las alas, como si le hubieran roto una a una las puntas.  Su plumaje es extraño: blanco con algunos puntos oscuros irregularmente repartidos. Parece el negativo de una paloma normal. La van a atropellar, seguro. En cuanto yo cruce, el coche que está esperando, arrancará y la destrozará. Mueve los brazos, trata de espantarla, la amenaza con la cartera para que salga de la calzada. A duras penas la paloma emprende un corto vuelo que la deposita justo debajo del coche. Sus fuerzas no le dan para llegar más lejos. Todo sucede rápido, pero siempre se preguntará si no podía haber hecho algo más que volverse a mirar desde la acera. El coche arranca y en un silencio especialmente fabricado por él o para él, abstraído de todos los otros ruidos de la calle, oye con nitidez escalofriante el sonido del pequeño cuerpo aplastado bajo las ruedas: primero una pequeña explosión, como de bolsa de papel reventada, después el chasquido a cámara lenta de los huesecillos triturados y las vísceras que ceden con un quejido sordo bajo un peso abrumador. El ruido más siniestro, más angustiosamente conmovedor que nunca había escuchado.

                Me siento culpable. Siempre es mejor abstenerse, no intervenir. Con esta disposición tan sombría entra en el aula. Solo está Tania. Los demás se han ido porque ha llegado con un poco de retraso. El incidente de la paloma ha durado más de lo que recordaba. Quizá se quedó un rato estupefacto en mitad de la calle. Quizá esperó a que otros coches completaran la faena hasta dejar sobre el asfalto poco más que una lámina sangrienta y unas cuantas plumas. Mejor así. No se siente con ánimos para hacer frente a la clase entera
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                Tania es una alumna mayor, que ya ha pasado esa etapa de frivolidad de los adolescentes. Parece valorar sinceramente sus clases. Lo escucha como si realmente le importara lo que está oyendo. Para ella estudiar es una manera de eludir la textura viscosa de una vida opilada por su trabajo en una residencia de ancianos y el cuidado en solitario de su hija de corta edad. En los libros que han ido comentando a lo largo del curso ella siempre encuentra esos hilos sutiles que sus autores dejaron, hilos de artrópodo que solo una luz muy oblicua revela. Tirar de esos hilos puede agitar una campanilla para entrar en una casa en Moscú, o mover los brazos y las piernas de una marioneta que llevaba muchos años sin bailar, olvidada en el fondo del baúl de Maese Pedro, o, más frecuentemente, pisar un cable eléctrico con los pies desnudos y mojados. Tania siempre lee buscando algo, receptiva a las coincidencias, a las insinuaciones. Pregunta cuando no entiende, cuando sospecha que se le ha escapado algo importante. Los demás alumnos piensan de ella que es una pesada, que solo quiere ganarse el favor del profesor para mejorar su nota.
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                Se sabía discreto y gris y prescindible. Sus alumnos no llegaban a odiarlo, no llegaban a admirarlo. Lo soportaban con habitual condescendencia, sin ejercer sobre él demasiada crueldad. Sabía que nunca sería memorable, que no hablaban de él, que su nombre no aparecería en sus móviles ni siquiera en forma de mote. Toda su vida, dominado por un pudor nacido en su infancia, se había empeñado en no ser importante para nadie, en no molestar y ahora, al borde de la jubilación, se arrepentía.

                ¿Puede la historia de una vaca llegar a conmovernos?, le pregunto. Tania me mira, calibrándome, mientras lucha por encontrar una respuesta. De una vaca, no sé. De un perro, fijo. Y se lanza a contar el relato lacrimoso de un perrillo callejero abandonado al que adoptó de niña y cuánto sufrió cuando murió atropellado en la carretera de su pueblo. Vaya, otro atropello, piensa.

                "¡Adiós, Cordera!" La gran vaca nutricia, la madre sustituta de Rosa y Pinín, casi una divinidad hindú en el cuento de Clarín, va a ser sacrificada y los niños vivirán una segunda orfandad. El cuento lo he leído muchas. ¡Cuántas veces lo habré comentado rutinariamente para mis alumnos! Por eso me extraña cómo tropieza Tania al leer en una de las primeras líneas la palabra "jícara". No sabe lo que es. Mejor dicho, no sabe que esa palabra se refiere a esa pieza de cristal o cerámica que se ponía en los postes del telégrafo o de la luz para aislar los cables. Porque el objeto sí que lo conoce. De hecho, su abuela, en el pueblo tiene varias, hace colección. Y me enseña una foto que guarda en el móvil. "Una jícara era originalmente una tacita pequeña, para tomar chocolate"- le explico. Y empiezo a imaginar a una larga estirpe de canónigos de todas las épocas deleitándose golosamente en innumerables meriendas mientras mojan bizcochos esponjosos en el espeso cacao. Envidio su suerte, su vida de dulces rutinas, de minúsculas disputas y fe invariable. "Aunque yo aprendí antes, de niño en mi pueblo, el otro significado. Jugábamos a hacer puntería sobre ellas con un tirachinas o, directamente, lanzando la piedra con la mano." Una cuadrilla de muchachos de pantalón corto en torno a un poste de la luz, al salir de la escuela, acribillando a pedradas los cables y las jícaras, apostando a quién es el primero en acertar a romper una.

                "¿Por qué he compartido con Tania estas asociaciones tan íntimas, esta red de recuerdos que a ella le han de parecer ridículos o irrelevantes?. Me expongo demasiado. Necesito jubilarme ya", se dice cuando termina la clase. Le ha quedado una duda. Consulta en el diccionario de la Real Academia y comprueba que no figura la acepción de "jícara" según la emplea Clarín en su relato o según la empleaban los chicos de su pueblo. ¿Cómo es posible semejante vacío? Siente que ese hermoso arco del recuerdo se viene abajo al evaporarse la palabra clave sobre la que estaba construido. No puede ser. Para alguien como él, sometido de buen grado desde su niñez a la autoridad de lo escrito, lo que no figura en los libros tiene una existencia muy dudosa. Esa palabra tan vívida y tan vivida, avalada por un gran escritor y sobre todo por el poder irrefutable de la experiencia, tiene que refugiarse y guardarse en el gran libro para que no desaparezca. Si esa palabra no existe,  sus recuerdos serán apócrifos. Tiene que salvarla del olvido, protegerla como a una criatura en peligro de extinción, ahora que el telégrafo es una triste reliquia de postes sin hilos alineados en los campos, una bella imagen melancólica en las fotografías que remite a una lejanía irreductible.

                Al llegar a casa entra en internet y encuentra en la página web de la institución un formulario para sugerir la aprobación de nuevas palabras. Le responden casi al instante, agradeciendo su aportación. "La valoraremos cuidadosamente y, si el comité científico así lo decide, la incorporaremos en la próxima edición de nuestro diccionario". Aunque sabe que es una respuesta tipo, probablemente generada automáticamente por una máquina, prefiere imaginarse a una lexicóloga de guardia, en un despacho atestado de fichas con palabras a la espera de ser reconocidas, como niños incluseros en busca de madre. La mujer, de mediana edad, lleva gafas que agrandan la atrayente devoción de una mirada que escudriña pero no niega.

                Se duerme pensando en la lexicóloga, que ha acabado teniendo rostro de paloma. El sueño le va llegando con la lenta pleamar de una idea placentera: después de todo, no ha estado mal el día. Quizá dentro de unos años, en la próxima edición del diccionario, alguien busque "jícara", movido por su misma necesidad de nombrar el pasado, y encuentre ese significado que él ha rescatado del limbo de lo omitido. Y una línea invisible unirá sus dos vidas,  y algunas otras vidas como la suya. Será un triunfo anónimo. Quizá lo único que quede de él cuando pase mucho tiempo. Una palabra como una lápida sin nombre perdida en el bosque inmenso del diccionario. Más de lo que la mayoría pudo alcanzar. Más de lo que él había conseguido en toda una vida. Su pequeño consuelo.


(Este relato está dedicado a Matteo, un niño italiano de 8 años que inventó una nueva palabra: "petaloso", para referirse a una flor con muchos pétalos. Y a todos los que aman y cuidan el delicado material de que está hecho cada idioma.)








jueves, 19 de mayo de 2016

PICO FRENTES





Si persistes,
el alma de la piedra,
la roca que desprecia tu cansancio,
que no puede llegar a comprenderlo.
Si persistes,
la luz sin adherencias,
elemental, vacía.
Abajo quedarán la tierra
y su ficción de vida
en el rumor del trigo que empieza a verdear.
Si continúas,
sin caminos, ni trochas, ni senderos,
el aire desgarrado por los buitres,
su escalofrío de cuchillos
sajando el cielo impávido.
Y la encina que arraiga en la roqueda
creciendo mineral,
inclinada al abismo, complacida.
Al descender
conserva una verdad pequeña, manejable,
que quepa en tu bolsillo:
tu soledad entera, de pie sobre la cumbre,
el tímido bullir de la conciencia
en el silencio prístino del día.







viernes, 13 de mayo de 2016

PUEBLO DESPOBLADO







                                                          En los nidos de antaño
                                                          ya no hay pájaros hogaño.



                                                       Todas las ruinas se parecen

sábado, 7 de mayo de 2016

EL CANTO




                El peso de la compra del supermercado -dos bolsas grandes y una garrafa de ocho litros de agua- me hacía caminar encorvado y acentuaba mi tendencia natural a doblar la espalda y a echar por tierra la mirada. Fue así como entró en mi campo visual un guijarro que vino a parar entre mis pies impulsado por unas zapatillas blancas de deporte que avanzaban en dirección contraria a la mía. Las zapatillas no venían solas, desde luego, y ni siquiera eran la vanguardia. Un artilugio ortopédico con ruedas abría camino y sostenía los pasos vacilantes de una mujer. 
     
                Con esa suficiencia idiota de quien pretende auxiliar a alguien en dificultades sin consultarle antes si desea ser ayudado, supuse que la mujer había apartado aquel pequeño obstáculo para que no entorpeciera el dificultoso progreso del andador sobre la superficie desigual de la acera y, ansioso por actuar, le di una patada -juvenil, deportiva- al guijarro con tan buen puntería que lo alojé en el alcorque de un tilo. Levanté entonces los ojos hasta el rostro de la mujer esperando encontrar esa sonrisa de agradecimiento a la que nos consideramos acreedores en estos casos, completada incluso con un ademán de aplauso ante mi habilidad futbolística. La mujer, que sin duda había captado mi buena voluntad y también mi petulancia, me miró desconsolada. No había reproche evidente en su gesto pero era fácil entrever que su buena educación conseguía a duras penas controlar el enfado.

                De hecho, casi todo lo que ella parecía sentir y lo que, consecuentemente sentí yo en aquellos momentos y que ahora trato en vano de fijar por escrito deriva de esa única y compleja mirada. 

                   Tenía una hermosa cabeza, unos rasgos nobles, bien perfilados, el pelo muy corto teñido de un color violáceo y su piel era bastante tersa, lo que me llevó a pensar que la invalidez era más el producto de una enfermedad degenerativa o de un accidente que del desgaste de la edad. Yo me había detenido y había depositado sobre la acera las bolsas de la compra y la garrafa de agua. Comprendía que me había equivocado, que estaba siendo obsceno, que había dañado algo. Igual que si hubiera dado un puntapié a uno de esos diminutos perros de compañía.

                Volví mis ojos hacia el canto, que yacía ahora, triste e inmóvil, planeta sin órbita, no muy lejos de una de esas mierdas secas de chucho que forman una guirnalda alrededor del tronco de los árboles urbanos. Me fijé con interés, forzando el enfoque de mi vista cansada: no era una piedra vulgar, parecía recogida a propósito en algún sitio, la orilla de un río o una playa; podría haber sido decorada para personalizarla. Personalizarla, sí -y me quedé unos instantes pensando en la palabra, desmenuzándola, extrayendo de ella su significado-. La piedra había sido dotada de vida, no de esa vida aparente y poco interesante a la larga que se manifiesta por el movimiento, sino de una vida interior, paradójicamente venida de fuera, igual que la vida sobre la tierra pudo venir de muy lejos. La mujer -pienso ahora- animaba a la piedra y eso era bastante.

                Me estoy empeñando en dar sentido a esta anécdota, una minucia de realidad que apenas duró unos segundos, y cada vez veo más claro mi fracaso.

                Rescaté la piedra del alcorque y la puse de nuevo en el camino de la mujer, que me sonrió, ahora sí, sinceramente agradecida. La vi marchar, a trancas y barrancas, como si las ruedas del andador estuvieran atolladas en barro. Empujaba la piedrecita a pequeños y certeros golpes, como una niña hábil desplaza el tejo sobre la rayuela. Mientras se alejaba, pensé en la piedra grande de Sísifo, pensé en un ejercicio terapéutico recomendado por su rehabilitadora, en una extraña mascota, en una runa, en las piedras que los hebreos dejan sobre las tumbas, en una manía. Cuánta soledad es necesaria para llegar a amar a una piedra.

                El mismo fracaso que ahora siento ya me visitó entonces, cuando traté de explicarme lo que acababa de contemplar. Una mujer con andador empujando una piedra por la acera. Nada más. Debería conformarme con eso.

                Mientras se alejaba, se giró hacia mí. Hizo un gesto ambiguo, como de muerte en un mercado,  aunque creo que quería indicarme que no revelara a nadie su secreto.


martes, 3 de mayo de 2016

HORMIGA (Casi una fábula)


                                  Si la hormiga, desoyendo la voz del capataz que vive dentro de ella,
                                  se atreviera a levantar la mirada del suelo vería esto:









                                                             Y después esto:






                                                                 
                                                                        Y esto:






                                                                Y  aun esto:






                                      Si siguiera mirando con interés, quizá llegara a ver finalmente esto:






                                                           Y sentiría envidia.