viernes, 29 de abril de 2016

ROBLE VIEJO



ROBLE VIEJO EN VALONSADERO

Para todos y para cada uno
tiene la primavera una mirada.
Después de muchos días de letargo,
hoy, treinta de abril,
he vuelto a ver violetas en el prado
y su perfume espectral, tan leve,
aupado por la brisa
ha conmovido mi memoria leñosa.
El susurro del agua en un arroyo improvisado
traía notas de una canción antigua
que  olvido cada año
para que su placer no se haga hábito.
Y en la hormiga oscura
que me recorre, afanosa y metódica,
bajo sus tristes patas de soldado,
he percibido un vibrar alegre,
el frenesí contagioso de la danza.
Mientras zumba el moscardón endrino
ávido de las primicias del polen
y el mirlo flirtea entre la hierba
y el frío abdomen del lagarto se solaza
en el asfalto tibio del carril,
los perros más soberbios hacen cola
esperando los favores de Kira,
la hermosa chucha vagabunda,
mestiza de mil razas.
Jóvenes patinadoras de piernas infinitas
se deslizan como ninfas a mi lado.
Ya han repuesto el grifo de la fuente
para aplacar la sed de los atletas,
y una mariposa, la pionera,
-tan impaciente que debió conformarse
con una sola mano de pintura amarilla-
revolotea, monocroma y feliz,
entre mis brazos de Tántalo.
Supuran los espinos
una ternura anómala
        por su herida de flor multiplicada.
No llegarán hasta mí, traídas por el viento,
las cenizas de ningún crematorio
ni el soplo helado que anida en las cumbres.
Si algo me tocó
de la esencia de Dios en el reparto
ha de ser esta plétora.
Practico el secreto de la vida,
repito su milagro
como una lección bien aprendida,
empujo la materia,
su inerte melancolía,
hacia la cima del ser.
Pero no sé comunicarlo.
Recostado en mi tronco
un hombre está leyendo el mundo
como si fuera el poema de Lucrecio
y, usurpando mi voz, me expresará
con palabras felices rescatadas de versos arruinados.
Definitivamente, hoy,
un treinta de abril,
ha vuelto a sonar la flauta de Pan
en mis oídos duros
de roble. Y estoy listo.





martes, 26 de abril de 2016

BIBLIOTECA PÚBLICA




                Se equivoca quien piense que solo nos arrastra la fuerza de atracción. La repulsión a veces extiende hacia nosotros sus brazos invisibles, múltiples y fornidos, hasta darnos el abrazo del oso.

                Entré en la biblioteca pública como quien se rinde sin condiciones a la última embestida de un aburrimiento crónico. Perdido en los pasillos donde los libros en pie -más firmes que nosotros porque se sujetan entre ellos- aguardan cualquier oportunidad, estiré la mano y  agarré un tomito cuyo título apenas me llamó la atención pero que prometía ser una estéril sucesión de palabras anestesiadas. El innombrable. Quizá lo hice por llevarme la contraria a mí mismo. Quizá con la sabiduría inconsciente de quien busca una cura homeopática para el tedio. La fotografía del autor hubiera debido alertarme. Mostraba a un tipo de pelo blanco, híspido, seco, con arrugas trazadas a buril, mirada de pájaro escarmentado. Ahora que lo pienso, bien podría haber sido sometido a una sesión de taxidermia.

                Hundido en el cálido olvido del bolsillo del abrigo, el libro tardó unos días en regresar a mis manos. Cuando lo hizo parecía estar cargado de una extraña malignidad. Comencé a leer: "¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora?..." Me quedé encallado en el ahora, incapaz de avanzar, leyendo eternamente este bucle de palabras, una cinta de Moebius recorrida por mis ojos hasta la extenuación.
.
                Me han mandado mensajes de la biblioteca recordándome que el plazo de préstamo ha sido ampliamente superado. Me han multado. No contesto a los avisos ni me molesto en inventar excusas. La penalización crece exponencialmente, como las deudas en los apólogos que aleccionan contra la despreocupación en los pequeños deberes. No me importa: ¿Quién necesita ya más libros? Inscrito en la lista de morosos, necesitaré vivir mil años para poder  volver a sacar un libro de cualquier biblioteca pública.

                A veces me surge la misma pregunta de la niña que estaba aprendiendo a leer: ¿Qué se lee?  ¿Lo blanco o lo negro?

                Y aquí sigo. Encerrado con una sola línea. Sin esperanza ni deseo de ir más allá: "¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora?..."





miércoles, 20 de abril de 2016

LLUVIA






No conviene a esta lluvia
que impone quedamente su presencia
sin que nadie la espere
después de tanto tiempo de esperarla
otra tierra más bella que el desánimo.
Del aire que se duerme
en las campanas silenciosas
se hace esta mañana, y de un cielo
desgarrado a jirones
en el espejo roto de los charcos.
Igual que ese cartero
que apresura su andar bajo la lluvia,
el azar va dejando en los buzones
mariposas del sur,
imágenes de playas indolentes
y noticias de un amor sin nubes melancólicas.


Poema para un día como hoy. De La lenta luz de las provincias   (inédito)




viernes, 15 de abril de 2016

UN CISNE (y 2)




                          Hace algunos años, se presentó en el IES Antonio Machado de Soria un profesor jubilado de la Universidad de Alcalá de Henares. Pidió hablar con el entonces director del centro, Ángel Sebastián, y le entregó la fotografía que publicamos en NIEVE REGALADA . Era un recuerdo familiar celosamente guardado porque en ella aparecía su abuelo, Agustín Santodomingo López  -el primero de pie a la izquierda, fumando, con bigote y mirando a cámara-,  en compañía de Antonio Machado, con quien compartió tareas docentes en el Instituto General y Técnico de Soria  allá por 1908. De ser cierto este testimonio -y no hay razón alguna para dudar de él-  esta curiosa fotografía dataría de los primeros años de estancia de Antonio Machado en Soria (1907, 1908 o 1909) y recogería a los profesores del claustro en ocasión que nos sigue resultando desconocida. Aparte de los ya mencionados, no estoy en condiciones de identificar a nadie más; si acaso podríamos aventurar que el director del Instituto, Gregorio Martínez y Martínez sería el de aspecto más formal, sentado y con el pelo blanco. A título de información y por si alguien puede aportar más datos señalaremos que en el curso 1908-1909, "el personal facultativo de este instituto", además de por los ya mencionados, estaba integrado también por los catedráticos Ildefonso Maés y Sevillano, Francisco Santamaría Esquerdo y José Lafuente y Vidal. La lista completa de profesores puede consultarse  en  la página 51 de  La Soria que conoció Machado, catálogo de la exposición que con motivo del centenario de la llegada de Machado a Soria tuvo lugar en la Biblioteca Pública de Soria entre Agosto y Diciembre de 2007.


              La iconografía de Antonio Machado  -de la que hay una muestra bastante completa en http://www.abelmartin.com/album/album.html - abunda en imágenes  en las que la seriedad, la pose de ceremonia o -en sus últimos retratos- la dentellada implacable del tiempo, la enfermedad y la derrota, contribuyen a afianzar en el espectador la semblanza de un hombre melancólico, casi desprovisto de sonrisa. En las fotos de boda, por ejemplo, parecen  pesar más la responsabilidad y los engorros protocolarios que la promesa de felicidad y placer de un enlace profundamente deseado. Diríase que ese mismo hieratismo -subrayado por un traje  más próximo al túmulo que al tálamo- se hubiera contagiado también a Leonor, quien únicamente en la foto individual, liberada de la presencia inhibidora del novio, sonríe con pícara dulzura de primera adolescencia. Solo en algunas instantáneas relacionadas con los éxitos teatrales compartidos con su hermano, los labios del poeta  se curvan en busca de algo parecido a una socarrona celebración, como en la foto compartida con  el dictador Primo de Rivera y su hijo, donde, con premonitoria  ironía, quizá iluminado por los licores de la fiesta, quien no tardando mucho izará la bandera republicana en el ayuntamiento de Segovia, celebra las cien representaciones de La Lola se va a los puertos codeándose con el espadón que inútilmente trataba de sujetar la monarquía en España.



                   




              Resulta difícil reconocer a aquel joven enragé de la época soriana, con su atuendo de existencialista avant la lettre y  su bastón decorativo,  en este viejo sentado, con un gesto repetido por muchos ancianos del mundo, que  traza dibujos o escribe herméticos versos (obsérvese la colocación de los dedos, aquella que aprendió al manejar la pluma en la tarde parda y fría de la escuela infantil) con la contera de su cayada de cansado peregrino -ahora sí, inevitablemente necesaria- sobre el suelo de Can Santamaria, al norte de Gerona, poco antes de comenzar su exilio. Aunque quizá había ya algo en la inclinación de la cabeza juvenil, en aquel hundimiento de la mirada, que estaba en germen y que ahora ha alcanzado su trágico cumplimiento.


domingo, 10 de abril de 2016

UN CISNE ( 1 )










                  Hay diez personas en la foto. Todos varones. Visten formalmente, como debieron de vestir los hombres de clase media intelectual a principios del XX, muy conscientes de que el atuendo era atributo esencial de su rango y su respetabilidad. Sombreros de hongo, bastones que denuncian la coquetería inversa de parecer más viejos, chalecos, solapas de terciopelo. Podrían ser los miembros del claustro de profesores de un pequeño instituto de una pequeña capital de provincia. O amigos de casino, reclutados entre los profesionales liberales: el médico, el farmacéutico, algún abogado, empleados de la administración pública de nivel intermedio, un rentista ocioso, algún bromista sin oficio pero con algún beneficio hereditario. Debemos de estar en invierno, o al menos en un día frío. Quizá también podríamos intuir que en un lugar frío, lejos del calor limitado de una estufa, en una ciudad fría, como parece indicar el hecho de que la mayoría de ellos conserven el abrigo.

                La escena está a medio camino entre la improvisación y la pose. No todos los protagonistas parecen mostrar la misma conformidad con el momento. Algunos parecen plenamente inmersos en su papel y disfrutan de él. Otros contemplan el cuadro con cierta prevención y lejanía o se muestran más interesados en la cámara que en la vivencia. Tres de ellos miran hacia nosotros desde las honduras de un tiempo agotado aunque con sesgos diversos que dejan traslucir diferentes actitudes. El hilo de las miradas teje una trama que se nos escapa. ¿No pudo o no quiso el fotógrafo hacer que todos dirigieran sus ojos hacia el objetivo? ¿Se trata de una fotografía robada, de la que algunos de los fotografiados no se percató? No parece, sin embargo, que estemos ante la obra de un minutero, sino de un fotógrafo de estudio ¿Formaban un grupo ingobernable, a pesar de su atildamiento burgués, o alguna circunstancia externa los había privado de sus modales y su comedimiento? Sería fácil achacarlo a esa botella medio vacía que el barbudo de la derecha muestra en ademán de ofrecimiento y que recibe la reprobatoria réplica  de quien se cree el más digno de todos ellos, el varón de pelo canoso, quizá imbuido de cierta autoridad sobre el grupo, el único sentado de forma decorosa. Podría ser la última botella de la farra, la que solo apuran los más entregados. Cinco de ellos llevan barba, más o menos poblada, más o menos completa. Otros cuatro lucen bigote o bigotillo. Solo uno muestra su rostro completamente rasurado o lampiño, si bien la bufanda o chalina alrededor del cuello casi forma una sotabarba. Solo uno sigue tocado con su sombrero, un bombín calado a medias, como si no se hubiera percatado de que está a cubierto. Cuatro de ellos sostienen un cigarrillo entre sus dedos en diferentes fases de consunción. La forma de sujetarlo es diferente en cada uno de ellos, hasta formar un mínimo pero expresivo catálogo gestual que alguno podría estar tentado de interpretar. En un ejercicio de anticipación podríamos extrañarnos de que quien tantas veces en un futuro próximo quedaría retratado fumando aquí no lo haga. Pero eso es llevar la conjetura demasiado lejos y escarbar en el futuro, algo feo y peligroso. Y ventajista. 

                     La disposición de los personajes no parece casual, habida cuenta de que la composición es equilibrada, los bultos corporales parecen balanceados y ninguno de los rostros, emergiendo de la grisura de los ropajes, ha sido eclipsado por el de un compañero.  Pero no cabe descartar que el azar, o la buena fortuna del fotógrafo, hayan oficiado de maestro de ceremonias  ordenando a los personajes como el pintor que distribuye ciudadosamente a sus modelos en el lienzo.

                ¿Qué están haciendo estos hombres aquí? Se admiten sugerencias. ¿Qué está pensando cada uno de ellos? ¿Qué historia nos relatan? ¿Qué escena representan? ¿Viven o impostan? Sobre todo en la primera fila, parece indiscutible la voluntad de contar algo. Ahí tenemos esa gestualidad teatral de  la mano izquierda del personaje sentado en el suelo, en actitud oratoria o quizá solicitando la botella, mientras con la mano derecha sostiene el sombrero como un pedigüeño. A su lado, sobre un taburete, su compañero parece tomar nota de algo, como un reportero abstraído en su tarea. ¿Y ese folio en blanco que descansa sobre la oronda curva abdominal del señor que mira con más determinación, casi con descaro, a cámara? ¿Guarda algún mensaje que el resplandor de la luz de magnesio, el mismo que les lustra los zapatos, ha cegado en su destello negándonos así la clave, quizá el título de la viñeta, o algún comentario como de ninot de falla? ¿O realmente no había nada escrito en él?

                Si tuviéramos que centrar nuestra interés en alguno de los integrantes del grupo elegiríamos al situado de pie, al fondo, en el tercer lugar comenzando por la izquierda. Llama nuestra atención su mirada perdida, mirada de tímido, mirada introspectiva, mirada vergonzosa o avergonzada. Está pero no está. Estamos tentados de aplicarle aquellos versos de Rubén: "Misterioso y silencioso/ iba una y otra vez./ Su mirada era tan profunda/ que apenas se podía ver." El rostro de un poeta, podríamos aventurar. Observa y se observa. Lo de fuera está teñido del color de sus ojos soñadores. ¿Está mirando al cisne? ¿Se  horroriza por la profanación del zapato que lo pisotea?

                 Ah, sí, el cisne. Lo hemos dejado para el final aunque pudiera ser el protagonista. O el antagonista de este retrato de grupo en blanco y negro. Un ave blanca, poética, de femenina languidez en mitad de todos estos varones oscuros, de maciza presencia, que nunca levantarán el vuelo. Una criatura de fábula venida de no sabemos qué quimérico lugar. La singularidad. En todo caso, no ha de esforzarse en posar: su ademán tiene un rigor de artificio. Mucho nos extrañaría -y nos dolería- que fuera obra de taxidermista; nos inclinamos a pensar que es de escayola. Un ejemplar de utilería para una representación teatral ingenua y provinciana o quizá un adminículo de adorno en el gabinete de un fotógrafo. ¿El cisne de Leda? No lo creemos: esta casta escena burguesa, como no sea para la retorcida interpretación de algún espectador, parece muy alejada de la luminosa promiscuidad olímpica. ¿El cisne de Rubén, que el poeta melancólico conocía tan bien? ¿O el de Lohengrin, cabalgadura de la que sostiene las riendas, al tiempo que el pisa el lomo, nuestro rollizo prohombre del cartel ilegible? Trabajoso empeño para el cisne el de arrastrar por un río sin agua una barca inexistente y un héroe metido en carnes. 

               El enigma que toda fotografía revela, esa puerta directa sobre el abismo del tiempo que toda instantánea  nos abre, aún cuando fuera inventada para lo contrario, se vuelven aquí más opacos. Una suerte, porque conocer los pormenores de la anécdota iría sin duda en menoscabo de nuestra curiosidad maquinadora. 

               No obstante, paciente lector, si hasta aquí me has seguido, te invito a formular alguna conjetura sobre la identidad del joven de la mirada vencida, hipotético poeta, el único que no enseña el cuello blanco de su camisa, el que, a pesar de su episódica experiencia teatral, parece sentirse a disgusto sobre las tablas de este intrigante escenario, el único que, en medio de la farsa o francachela, pudo sentir fraternal compasión por un cisne de escayola.  


                                                                                                  (Continuará)




jueves, 7 de abril de 2016

VACAS



Al esplendor ajenas del otoño,
rumiando el lento pasto de noviembre,
cabizbajas y cuerdas.
Ajenas al milagro de los robles
encendidos como antorchas al sol.
Indiferentes, ciegas
a la luz que se inmola a cada instante
sobre la tierra generosa
que pisan sin sentir, como se pisa
la broza de los días más inútiles.
Al fluir de las horas, a la historia del cielo
indiferentes,
a la belleza inquieta de las nubes
que dan sombra a sus cuerpos de estatuas vespertinas.
Vacas en Valonsadero. Tan humanas.

                                     (De La lenta luz de las provincias, inédito)









viernes, 1 de abril de 2016

EL ÚLTIMO TRINO



                Tenía muchos seguidores, más de un millón. Jugaba con la ventaja que le daba toda una vida dedicada a condensar en muy pocas palabras historias que a otros autores les exigían muchas páginas. Era un maestro reconocido de  todas las formas cortas del relato desde mucho antes de que se pusieran de moda, desde mucho antes de que internet hubiera consagrado la concisión y el fragmento como la expresión más adecuada del espíritu moderno. Así que cuando nació esa red social especializada en escuetos mensajes estaba mejor preparado que nadie para utilizarla con sabiduría y avidez.  Sus breves comunicados en Twitter se habían ido haciendo legendarios. Se propagaban a una velocidad cada vez más próxima a la de la luz. Ingenioso, mordaz, provocador, desaprensivo… así lo veneraban sus lectores. Genial, así se consideraba él en sus momentos de euforia. La actualidad, las noticias más destacadas adquirían en sus comentarios toda la furia de un relámpago, la gracia de un chiste, el sarcasmo del descreído.

                Todo eso era ya pasado. Por una vez, la última historia, la mejor de sus historias, no la iba a contar él. Se sabía en las últimas. Llevaba mucho tiempo conviviendo con la enfermedad devastadora; conocía sus emboscadas, sus añagazas, sus falsos guiños. Era el final y tenía que irse a lo grande. Tenía que resumir en 140 caracteres su testamento, poner un epitafio liviano sobre su tumba en las nubes. Era un asceta de la brevedad; se había impuesto la obligación de utilizar exactamente el espacio que le daban. Ni más ni menos. Con maestría de poeta versificador sus mensajes encajaban milimétricamente en la medida estipulada. Como un verso antiguo.

                No quería ser patético, no quería ser irrelevante, no podía mostrarse desesperado ante el atroz abismo que le aguardaba. Ni humor negro ni vitriolo. Y, por encima de todo, era un escritor. Sus dedos sobrevolaban sobre el teclado virtual de su móvil y todo le pareció vertiginosamente irreal, como si toda su escritura, y hasta su vida, fueran ficción sobre la ficción. Dos locuras correlativas. El dolor en el abdomen regresó con toda su crudeza insoportable. Necesitaba urgentemente sedación. Iba a llamar a la enfermera, pero antes de que un pinchazo lo zambullera en una nube de química serenidad quería acabar su última obra. La sequedad, la terrible sequedad del escritor, que a él siempre lo había respetado, aparecía ahora. La cabeza también le dolía. Su último tuit, su último trino, el canto del cisne. Casi sin pensar, escribió:

                Adiós, amigos. Ya os contaré.

                Y un poco después, añadió:

                (Supongo que allí habrá cobertura)


                No le gustaba la discreta medianía de esas palabras. Si hubiera tenido tiempo las hubiera borrado, pero ya un paraíso opiáceo de pantallas blancas se abría sobre él y el dispositivo se le escurría de las manos mientras pensaba con inocua melancolía que era la primera vez que no llegaba a 140.